A mi nunca me han encuestado. Nunca he respondido un cuestionario sobre intención de voto y menos sobre aprobación presidencial. Pero por ello, no puedo negar la validez de las encuestas. Por el contrario, en el Congreso se quiere volver a intentar normar y quizá castigar, a quienes trabajan en este campo, que ciertamente produce escozor en algunos políticos, sobre todo, cuando los resultados de las encuestas no les favorece. Echan la culpa al emisario.
Varias empresas e instituciones (Ipsos, Datum, IEP) realizan frecuentemente encuestas privadas para clientes, generalmente medios de comunicación, o para fines particulares, haciendo uso de la libertad de trabajo. Quienes presionan en la dirección de la prohibición o de la regulación extrema, son los políticos, ellos mantienen una relación ambigua ante la publicación de las encuestas. Por un lado, demandan conocer sus resultados y no realizan críticas cuando los resultados les favorecen. Por el contrario, si los resultados son negativos se vuelven críticos severos. Pero, con independencia de si los resultados de las encuestas favorecen a ciertos sectores políticos o no, quienes deciden si se hacen públicas no son las empresas encuestadoras, sino los medios de comunicación. Ellos sí deciden en función de criterios periodísticos y no quienes realizan los sondeos.
Sobre el número de encuestados, hay una idea extendida, tremendamente equivocada. Aquí no funciona aquello de: mientras más sea el número de encuestados, mejor. Aplicar una encuesta a 1.200 personas a nivel nacional o 500 para Lima Metropolitana es una cifra estándar y aceptada. Una, de varios miles de encuestados, es inusual e innecesaria. Ni en EE.UU. se hacen encuestas de esa cantidad. Justamente, los sondeos de opinión se hicieron famosos, desde 1936, porque con un número reducido de entrevistados se puede aproximar –a través de adecuados métodos estadísticos– a diferentes temas de la opinión pública. Para eso existe la estadística y la ley de los grandes números, para inferir y proyectar resultados confiables. Conforme se incrementa el número de encuestados, los márgenes de error se reducen, pero llega un momento en que está reducción ya no es significativa, por lo que es necesario trabajar con esa pequeña cantidad pese a que el universo puede ser muy grande. El requisito es que esa muestra debe estar adecuadamente distribuida al azar, en el espacio en donde está ubicado el universo. Por ejemplo, para intención de voto presidencial o aprobación presidencial, la muestra debe ser nacional y estar distribuida en proporción a la población encuestada, en donde Lima, por ejemplo, cubre al menos un tercio. Pero si se quiere conocer qué piensa Arequipa sobre la gestión presidencial, la muestra nacional no sirve; sino hay que hacer una encuesta solo para Arequipa. El tema es que, si se incrementa el número de encuestados a varios miles, no solo se incrementan significativamente los costos, también crece lo que se denomina el margen no muestral. Esto es, todos aquellos actos que comprometen la aplicación de la encuesta.
En nuestro país, las empresas o universidades que realizan encuestas están fiscalizadas, hace años, por el Jurado Nacional de Elecciones (JNE), que tiene un reglamento de los más exigentes de la región. Ir más allá, no solo colisiona con la verdadera libertad de empresa y de expresión, sino que muestra claramente cómo algunos congresistas no invierten tiempo para informarse y malgastan el erario público. Como parte de sus pesadillas, los resultados de las encuestas se los recuerdan con crudeza.