Usted tiene una fábrica de zapatos. Enfrenta a su competencia. El futuro de su negocio depende de captar las preferencias de los consumidores. Mejora la calidad sin subir demasiado el precio. Los consumidores compran lo bueno y barato, no lo malo y caro. Competir es difícil y tener éxito lo es más. Si no lo logra, sale del mercado.
Pero hay un fabricante que no tiene tantos problemas. Produce bienes o servicios que los consumidores tienen que comprar. No importa la calidad o el precio. Si a nadie le gusta, no importa. Si es caro, no importa. Si no sirve para nada, no importa.
Ese productor es el Estado. Produce principalmente trámites. Usted tiene que adquirirlos. No tiene otra. Si quiere identificarse, tiene que sacar su DNI; si quiere abrir un negocio, tiene que sacar licencias; si quiere brindar un servicio público, tiene que cumplir con regulaciones; si quiere inscribir su casa en Registros Públicos, tiene que presentar una solicitud. El trámite, en nuestros estados caóticos y elefantiásicos, está en la esencia de la vida. Nacer, educarse, trabajar, divertirse, casarse, tener hijos y hasta morir son sinónimos de trámites.
Pero a diferencia de la fábrica de zapatos, el Estado no tiene que competir. Si el trámite es muy caro, igual hay que pagarlo. Si no sirve para nada, igual hay que hacerlo. Si está mal hecho o diseñado, igual hay que seguirlo.
Si los zapatos son malos o caros, salen del mercado. Los trámites malos siguen existiendo. Si cuestan mucho, el Estado no se preocupa por el precio y nos sube los impuestos o aumenta las tasas. Los trámites que no funcionan se vuelven inmortales.
Hace unos días el gobierno promulgó el Decreto Legislativo 1310. La norma se ha hecho famosa por haber terminado (por fin) con la absurda renovación de los permisos para lunas polarizadas de los autos. Pero eso no es ni de lejos lo más importante.
La norma ha creado el Análisis de Calidad Regulatoria (ACR) por el que tiene que pasar la creación de trámites del gobierno central. Pero eso tampoco es tan nuevo. Hay varias experiencias anteriores de exámenes de impacto regulatorio o de costo-beneficio de trámites.
Lo más importante es que le ha dictado sentencia de muerte a todo trámite cuyo ACR no pase la valla. Todos los trámites (los creados y los por crearse) tienen un plazo de vigencia de tres años. Si la entidad que los creó no consigue persuadir al Consejo de Ministros que su ACR es adecuado, entonces el trámite desaparece. Para seguir viviendo tendrán que demostrar que sirvieron para algo. Y los nuevos trámites que tampoco pasen el ACR no entrarán en vigencia. Es una idea muy similar a la que se propuso en esta misma columna hace unas semanas (“Una sopa de su propio chocolate”, 10 de diciembre del 2016).
Ya no habrá trámites inmortales. Todos tienen, al nacer, su partida de defunción firmada. Solo demostrar que su vida sirvió para algo les permite resucitar (renovarse) por tres años más.
Si hay que crear barreras burocráticas para algo es para crear trámites. Y eso es lo que hace la norma.
¿El riesgo? Pues que como el sistema está en manos del propio Estado, se pase por agua tibia todos los ACR y la norma no sirva para nada. Por eso, como en toda norma, más importante que lo que dice es cómo se aplica.
¿Lo que falta? Una norma que incluya a los gobiernos regionales y las municipalidades. Eso ya le toca al Congreso.
¿Qué más se necesita? Que los privados tomemos el sistema y lo privaticemos. Al reglamentarse el procedimiento de ACR debería contemplarse una participación del sector privado, para pronunciarse sobre los trámites sujetos a evaluación.
Pero así no se hiciera, igual los gremios, asociaciones de consumidores, universidades y demás agrupaciones que representen a la sociedad civil deben hacer seguimiento, evaluar y pronunciarse de manera activa sobre los trámites y sus ACR para defender su permanencia o su eliminación. La norma ha abierto la puerta. Hay que meterse antes de que la cierren.
La creación de trámites es demasiado importante para dejarla en manos del inventor de la tramitología, es decir, el Estado. No podemos dejar solito al gato de despensero.