Cuando, hace una semana, se cumplieron siete años de su muerte, el recuerdo que me asaltó fue uno que ocurrió en el comedor de un antiguo club de caballeros limeños, hace unos 25 años, un día en que nos encontramos casualmente –él con sus amigos de siempre, yo con mis jóvenes colegas abogados– y en mi mente el dilema era: en ese ambiente solemne, cómo saludar a mi papá. Cruzamos miradas a lo lejos, me disculpo –”voy a saludar a mi viejo”–; camino, un paso, dos, me voy acercando mientras pienso “¿le doy la mano?”; y de pronto recuerdo –flashback en el flashback– cuando me dijo, yo todavía adolescente, que no debía avergonzarme de saludarlo con un beso en la mejilla, así fuera en público, “yo saludaba con beso a mi papá hasta que se murió”… ¿pero en el club?, entre paredes marmoleadas y enchapes de caoba, todos con terno y corbata, ¿cuán contracultural puede ser ese beso en aquellos salones, cuántas veces habrá ocurrido?, pero mi reflexión se interrumpe porque ya lo tengo frente a mi, y un entrañable reflejo se impone y –”hola, pa”– lo beso sin apuro, aunque él no se lo esperaba, creo, pero se adapta rápidamente, y me recibe de buena gana; luego “hola, tío” a cada uno de sus amigotes entre firmes, varoniles apretones de mano…
Cuando nació mi hijo cometí la audacia de dedicar mi columna en la revista de economía y negocios que dirigía a reflexionar sobre los desafíos de ser padre. “Eso está bien para tu Facebook”, me reprochó un colega. “Siento que la paternidad es la síntesis de lo más elemental y lo más sofisticado: de un lado, el animal instinto reproductivo… Del otro, la minuciosa ingeniería de los afectos…”, escribí entonces, ya dispuesto a combatir las reticencias de mi “estirpe de flemático ascetismo emocional” y prometiendo que ellas no me impedirían expresar sin pudor ni inhibición el amor hacia mis hijos. Poco después nació mi hija y aumentó mi audacia: el poema que le compuse se abrió paso, valiente y vulnerable, entre las páginas usualmente econométricas de aquella revista.
No es esta una proclama contra el patriarcado ni una adhesión a esa suerte de posmoderno nirvana –pretendido estado perfecto del alma– de la deconstrucción masculina. Quiero, por el contrario, construirme, con mi propio molde, que no es el que imponen ciertas modas culturales, pero tampoco es el de mi padre, ni el de mi abuelo, un señor severo, cuya sonrisa mis hermanos no recuerdan, pero que a mi –nieto menor– me dedicaba graciosas muecas.
El padre que creo ser no solo es distinto de otros, ni siquiera es igual para cada uno de mis hijos: para él soy roca y soy ley, y hombro y regazo y oído atento; para ella soy bálsamo y refugio, y soy caricia y soy paz y perspectiva… y tal vez muchas otras cosas que ellos perciben y de las que no soy del todo consciente, incluyendo por cierto mis descomunales defectos. No es la nuestra una relación desconflictuada. Hace poco nos peleamos a gritos en una avenida principal en pleno Nueva York y esa pelea terminó conmigo quebrado en llanto, en plena calle. Si mi viejo se permitía besar y ser besado por su padre y sus hijos en público, yo me he permitido quebrarme también en público y delante de ellos. A él solo lo vi con ojos incipientemente húmedos en el funeral de mi abuelo y el día en que me tocó decirle que mi madre tenía cáncer (del cual ya felizmente se curó). Entonces lo sentí niño y huérfano, luchando contra sus propias lágrimas y mis contradicciones –que me hizo ver–: primero le dije que no llore, después que no se contuviera.
Creo que tener hijos es siempre un homenaje o una revancha a quienes nos preceden. He tenido –tengo– una historia accidentada y en cierto modo incluso aventurera: me ha tocado reinventarme profesionalmente cuatro veces, hacer empresa, viajar por el mundo, conocer celebridades, estar cerca (y también en contra) del poder, pero como suelo decirle a mis hijos –acaso los más incómodos con esta reflexión– lo que más me gusta de mi vida… es ser su papá.