Con todo el peso del COVID-19 sobre las espaldas, el Perú aún conserva con suerte un lado viable y predecible en su estructura económica y financiera y otro lado lamentablemente precario y vulnerable en su estructura política, institucional y social.
Si en el todavía riguroso lado económico no es fácil que pueda pasar cualquier cosa, en el relajado lado político no hay nada que diabólicamente no pueda pasar.
Hemos disminuido el riesgo de la aventura inflacionaria gracias a algunas piedras angulares macroeconómicas. Pero no así el riesgo de la aventura política, en la que el abordaje al poder y a la función pública, por encima de la Constitución y las leyes, ya no mide consecuencias.
Ante el saqueo del Tesoro Público se invocan cruzadas anticorrupción. Ante el abordaje al poder y a la función pública, ya no se invoca nada. Los lavados de bandera perdieron autoridad porque los que lo hacían terminaron lavando dineros de Odebrecht.
Vivimos un estado generalizado de piratería política que pasa desapercibida en anodinas alcaldías distritales, que cobra impunidad en dominios ministeriales antimeritocráticos y que finalmente invade las altas esferas palaciegas. Recuérdese al consejero en temas de Salud de Kuczynski, Carlos Moreno, que a pocos días de iniciado el régimen ya buscaba hacer un “negociazo” con las clínicas privadas, en un preludio desvergonzado del desastre sanitario de estos tiempos.
En la misma lógica de la piratería política ahora ocurre que nadie sabe, exactamente, quién convirtió a un señor llamado Swing, de showman de la campaña electoral del 2016 en el charlatán mejor remunerado del Estado.
Extrañamente, la historia completa de su contrato nadie la conoce y sobre la cual se ha montado una persecución de la fiscalía que allana oficinas en el Ministerio de Cultura y hasta en Palacio de Gobierno. Si Swing es sospechoso de haber cometido un delito, debiera pasar por lo menos por una investigación penal y una eventual detención preliminar.
Esto me recuerda la imagen de un indignado Alberto Fujimori del año 2000 buscando a Vladimiro Montesinos por los alrededores de Lima, cuando todos sabíamos entonces que este podía estar en cualquier parte del planeta menos en Lima.
El contrato o los contratos del señor Swing, su planilla de pagos y sus depósitos en cuenta, no toman ni media hora encontrarlos desde cualquier computadora del Gobierno. Lo que presiento que va a tardar una eternidad, por los personajes comprometidos, es la búsqueda de quiénes hicieron posible que este misterioso personaje adquiriese tanto poder, influencia y estatus remunerativo excepcional fuera de todo control, como parece que es una característica común de decenas de contratos dorados con el Estado, que revelan un nuevo modo de vida en el Perú a costa del presupuesto nacional.
El señor Swing es todavía sujeto de investigación administrativa antes que penal. La sola Contraloría General de la República puede darle cien vueltas de trapecio a su paso por el Estado en un par de días, como podría hacerlo con todos los contratos dorados vigentes, siempre que no tengan un claro sentido de valor y proporción para los fines y objetivos de servicio del Estado Peruano.
El problema de fondo es, sin embargo, otro: cómo combatir la piratería palaciega, aquella que sorprende y usa el poder presidencial, cuyos resortes constitucionales no parecen disponer de la protección y los controles de daño debidos.
No olvidemos abordajes como los de Montesinos y Nadine Heredia en los gobiernos de Alberto Fujimori y Ollanta Humala, habiendo llegado ambos prácticamente a cogobernar. O como el abordaje del general Óscar R. Benavides, a la muerte de Sánchez Cerro, cuando anunció al Congreso que él ya estaba sentado en el sillón presidencial. No hubo entonces ningún pronunciamiento militar ni de rechazo del Poder Legislativo.
Hay, pues, abordajes al poder que son piratería política pura, que si la prensa no la descubre y denuncia acaban adquiriendo estatus legal y constitucional.