El placer de la carne, por Josefina Barrón
El placer de la carne, por Josefina Barrón
Redacción EC

No tengo recuerdo en mi niñez ni estampa alguna de la adolescencia de cajas chinas, cilindros o chanchos al palo, menos aun de carnes con nombres gringos o cortes de res con pedigrí. La carne no era pituca. La carne era nada más carne, nervuda o más o menos comestible, si la había. Era de guiso, de palitos, de falda, era bistec, venía molida y, para algunos bolsillos afortunados, se la comía en lomo fino y churrasco. Lo nuestro no era gastronomía ni cosa sibarita, era jameo duro, casero y honesto hasta los huesos.

Si había salchicha era eso nada más, una vil salchicha ni de pollo ni de soya ni de cordero ni de pavo, una que se usaba para animar el chaufa y salchipapear el huevo. Es más, el pavo, pobrecillo pavo en vísperas de Nochebuena, era descabezado en la cocina de casa, ya borracho de ron como una cuba, y andaba del cogote para abajo despavorido y semimuerto, sin cabeza y sin rumbo, hasta caer en manos de Bernardina, la cocinera de manos negras, que lo desplumaría como a marido infiel y le untaría los romeros, los ajíes pancas y otras raras especias, y no sigo contando lo que esa pobre ave pasaría inmolándose hasta llegar a la mesa.

Pues bien, el chorizo no venía en sabores, no traía dentro hierbas aromáticas ni llevaba el sobrenombre de parrillero. Todos los chorizos eran parrilleros, y había en Lima una pócima que extraño tanto como mi inocencia: el ketchup picante. Todo sabor, sinsabor, ‘ranciedumbre’, pasaba piola con un buen chorro de ese gigante rojo del peruanismo, respuesta cunda al invento americano. Y ni decir de la mayonesa, mahonesa en las recetas de los libros de cocina de la vieja guardia, que no la había en frasco y menos en sachet. Se hacía en casa, en la licuadora, despacito para no cortar la viada a ese remolino cremoso que debía uno conseguir. Al menos en la mía, era cosa secreta. Sé que el aceite se encontraba con el limón y la mostaza, y sé, porque lo sufrí, que aquel huevo que protagonizaba el milagro no siempre estaba libre de salmonela.

La parrillada, o perrillada, para quienes aprendimos a festejar los tiempos de la incertidumbre, la guerra interna y la hiperinflación, era la expresión más honda de democracia en la dictadura de Velasco, el hogar alrededor del cual ponerse a recaudo cuando Sendero amenazaba con oscurecer el horizonte, la mejor manera de comer cualquier cosa que hubiera a la mano: cada quien ponía en el carbón lo que podía. La parrillada juntaba y rejuntaba a los limeños, pues donde comían diez comían veinte; también juntó al pollo con la vaca, al corazón, al hígado y a la alita, y cuando el parrillero se empezó a meter en honduras andinas, a la buenaza de la alpaca y al enigmático del cuy.

Nunca olvidaré el Estadio Nacional, sede de los anticuchos más sabrosos de mi Lima setentera, al lado del puesto de flores de doña Isolina y seguidos de una generosa porción de picarones con su espesa miel. Tampoco puedo olvidar la Costa Verde, solitario litoral de humaradas y pañuelos agitados por personajes sin igual, invitándonos a jugar fulbito, a chupar la coronta del choclo y a meter el diente a ese otro anticucho de corazón. Ese era nuestro placer de la carne, antes que supiera a clase, antes de perder el nervio y ablandar su contextura. Éramos humildes, domésticos, callejeros y, aunque pobres, bien taipá.