“Cuando pensé que sería el final de mi vida, porque estaba expuesto en la torre de observación, una bomba impactó en el techo que estaba a dos metros de mí. Luego me enteré de que la bomba había acabado con la vida de las personas que habían buscado refugio en ese edificio… En torno a mí, todo lo que era tierra era un mar de fuego”.
Esta es la narración de lo que vio el joven Osamu Tezuka durante el bombardeo de la aviación estadounidense a Osaka en 1945. Tezuka siendo muy joven había sido enviado a hacer servicio militar, pero su obsesión por dibujar historietas en el cuartel le valió el castigo de tener el riesgoso cargo de vigía que irónicamente le salvó la vida.
El joven fue parte de la generación que escuchó por primera vez la –hasta entonces sagrada– voz del emperador Hirohito en radio dando un mensaje de rendición en el que exigía a sus súbditos calma y coraje en tiempos que se avecinaban difíciles para el imperio.
Tezuka fue, pues, parte de la generación que vivió el horror de la guerra y que reconstruyó Japón, aprendiendo del enemigo y buscando cambiar la imagen sangrienta que el mundo había construido sobre la tierra del Sol Naciente. Las historietas lo seguían persiguiendo y consultó a su madre, quien le dijo que siguiera el camino que a él más le gustase.
El resto es historia. El joven Tezuka devoró las películas de Disney y aprendió que dibujando ojos enormes se abría una infinidad de posibilidades de expresar emociones, vio mucho cine extranjero y entendió que podía jugar con los primeros planos para expresar no solo acción sino tensiones, sudor, sufrimiento. Así nacería Astroboy, su personaje más emblemático. Un científico había perdido a su hijo y crea un robot para reemplazarlo. El robot tiene un potencial militar ambicionado por sus antagonistas, pero una apariencia y sentimientos propios de un niño lleno de preguntas.
Esta hermosa historia nos tocó de cerca a los peruanos en los años setenta en que Donald y Mickey fueron proscritos como imperialistas por el gobierno militar, por lo que los canales de televisión compraron grandes cantidades de dibujos animados japoneses (animes) que permitieron que muchos crezcamos siguiendo las aventuras creadas por la pluma de Tezuka. De su mano no solo vimos “Astroboy”, sino las aventuras delirantes de “Los tres espaciales”, un trío de extraterrestres enviados a evaluar si es necesario destruir al beligerante planeta tierra por el bien del universo y que a pesar de lo agresivo del mensaje, cobran la forma de un caballo, un conejito y un patito.
Otra obra de Tezuka que vimos en los setenta fue traducida como “La princesa caballero”, en la que la chica del título debía vestirse de príncipe pues en su reino se imponía la ley sálica. Una historia de una Europa medieval imaginada, con la presencia de ángeles, duendes y hasta el mismo diablo en escena. Entonces no existía la infinita oferta de consumo visual de ahora, lo que vuelve ese recuerdo en blanco y negro algo muy nítido pues los niños de esas épocas teníamos acceso a muy pocos canales con un sinfín de repeticiones.
El carnaval de animaciones japonesas ha acompañado por los menos a cuatro generaciones de peruanos que han recorrido el mundo con Meteoro, un fantástico corredor de autos, han acompañado a un grupo de caballeros premunidos de símbolos zodiacales occidentales o han convertido una cancha de fútbol en un eterno y digno campo de batalla con generales y epopeyas en los “Supercampeones”. Esas más de cuatro generaciones de peruanos han estado unidas por ese universo de los grandes maestros del anime que –creo– tocaron nuestra fibra local, en feliz coincidencia con nuestra necesidad de manejar la infinita ternura que aquí valoramos y muchas veces reprimimos (y que aquellos personajes de ojos grandes expresan por nosotros) e implicados también por la calidad de sus narrativas herederas de las sagas orales que tanto nos gustan.
Hace un tiempo me uní a un proyecto de un extraordinario grupo de estudiantes que con la universidad había organizado un programa de reforzamiento escolar y educación artística en un colegio de Pachacútec en Ventanilla. Cuando implementamos nuestro taller de historietas, nos sorprendimos al ver cómo los niños nos traían manuales para dibujar mangas que venían en los periódicos.
En pocos días nos impresionaban con historietas donde Ventanilla aparecía poblada por samuráis de cabello largo e historias de búsqueda y enfrentamientos generalmente con ninjas motorizados. Los niños nos volvían a sorprender con una historia donde del mar de Ventanilla emergía un robot gigante dispuesto a aplastarlos, sin saber que los niños habían cavado un hoyo en la arena como trampa. Veía el espíritu de Tezuka presente, como lo estuvo en mi infancia, en estos pequeños guerreros.
Ahora los animes han vuelto a las calles peruanas en forma de pokemones. Sé que las cosas nunca son fáciles en el Perú; un juego de realidad aumentada ha devuelto el debate sobre la escasez de espacios públicos en la ciudad, el miedo a la presencia del “otro” en una ciudad en donde cada casa, edificio e incluso calle están amurallados y rodeados de temor. Es demasiado fácil juzgar una moda que tiene a grupos grandes de personas concentradas (recuerdo que los adultos pensaban que perdíamos el tiempo con los animes en mi infancia) y creo que podemos evocar a Tezuka para ver desde otro ángulo esta situación.
Tezuka confesó que con “Astroboy” quería tratar los temores que le suscitaba la tecnología de la posguerra que repentinamente alcanzaba al Japón, y la posibilidad de la deshumanización que ella acarrearía. Cierto y visible, pero él concentró su narrativa en otro punto: la lucha de Astroboy, un niño robot intentando ser aceptado en un mundo que lo marginaba a pesar de sus emociones y sentimientos. Tezuka y su niño robot nos invitaban a encontrar en la ternura de la comprensión el no juzgar aquello que no compartimos, el prejuicio es lo que nos aleja de nuestra propia humanidad.