Patricia del Río

Un partido de fanáticos religiosos toma el poder en Estados Unidos y las son víctimas de una represión brutal. No pueden acceder a cargos importantes, no se les permite cultivarse y las únicas funciones que pueden ejercer son las de ofrecer sus vientres para que se reproduzcan niños o desarrollar labores domésticas. Los hombres poderosos tienen derecho a usarlas como esclavas para procrear y la menor rebelión se castiga con la muerte o terribles torturas. No todas las mujeres son víctimas: las esposas de los gobernantes, en su mayoría estériles, serán quienes críen a los bebes que las esclavas conciban.

El argumento, que presento acá simplificado, pertenece a la novela “El cuento de la criada”, de la escritora y fue escrita en 1988. Su éxito rotundo, sin embargo, llega casi treinta años después. Atwood ha vendido desde el 2017 más de tres millones y medio de copias solo en Estados Unidos, y la serie que se produjo basada en el libro ha ganado múltiples premios. Si a eso le sumamos la cantidad de títulos que han aparecido con la misma temática y con gran éxito editorial, vale la pena preguntarse ¿qué está pasando? ¿Por qué las novelas que pintan futuros horrendos para las mujeres de pronto se ponen tan de moda?

La respuesta se esconde en una sola palabra: miedo. Empezamos el siglo viendo cómo la mujer se abría camino en espacios que le habían sido hostiles: lograba mejoras salariales, levantaba su voz para hacer respetar su cuerpo, se aprobaban leyes en favor del aborto, se lograba condenar a un abusador legal y públicamente. Basta con ver publicidad o películas de finales de los noventa para entender cuánto estábamos cambiando, imágenes, bromas y mensajes misóginos que hoy serían impensables se usaban sin ningún pudor hace veinte años.

Faltaba mucho, sí. Pero avanzábamos con la convicción de que el espacio ganado ya no nos lo arrebataría nadie. Que un cambio de paradigma en favor de un mundo más igualitario se echaba a andar. Mujeres y miembros del colectivo LGTBI copaban orgullosos las calles en marchas para denunciar injusticias, pero también para celebrar la diversidad, la igualdad.

Y de pronto, como en el libro de Atwood, o en el de Christina Dalcher (“Vox”) en el que las mujeres llevan un brazalete que les aplica una descarga eléctrica si mencionan más de 100 palabras diarias, asistimos con estupor a ver cómo lo luchado se desvanece. Cómo lo vencido retrocede con la anuencia de hombres machistas y mujeres misóginas que toman de excusa la religión para promover la sumisión. La palabra de Dios vuelve a enarbolarse como en épocas de Guerras Santas para destruir, callar, insultar. Y algunos curas usan su sotana para fomentar el odio. Incitan el insulto mientras piden donaciones para sus pobres. Se toman fotos abrazados de personajes odiadores.

Algo se está pudriendo frente a nuestros ojos cuando en menos de 15 días una cadena de cine hace una advertencia sobre una escena inocua en la que se besan dos personajes de una caricatura del mismo sexo, la Corte Suprema en Estados Unidos retrocede sobre el derecho al aborto y nuestras autoridades se vuelan el Ministerio de la Mujer para invisibilizar y ningunear los problemas que las mujeres sufrimos, no los hombres.

Toda distopía se construye sobre la base de describir un mundo posible. Las novelas de Margaret Atwood, Christina Dalcher, Joyce Carol Oates (“Riesgos de los viajes en el Tiempo”), Leni Zumas (“Relojes de sangre”) o Loise Erdrich (“Un futuro hogar para el dios viviente”) ya no pueden leerse como pesadillas futuristas. Porque sus páginas han dejado de ser una metáfora, una advertencia, para convertirse en una descripción, una constatación. Han dejado de ser ciencia ficción para mutar en relatos costumbristas que millones de mujeres devoran en el mundo, aterradas, descubriendo en cada página la inminencia de un presente que alguna vez creímos lejano, sino imposible.

Patricia del Río es periodista