Renato Cisneros

Hace poco, en una conversación con otros padres de familia del colegio de mi hija, surgió la pregunta: ¿a partir de qué edad dejarás que tu hijo use teléfono ?

Al principio me pareció una conversación precipitada, considerando que nuestros hijos están recién en segundo grado, es decir, tienen solo siete años, pero muy rápido capté que no falta mucho para el día en que los niños empiecen a demandar su propio móvil, y que es mejor adelantarse a ese escenario. «A nosotros nos parece bien dárselo a los doce años, es la misma edad en que lo tuvo su hermano, y todo ha marchado bien», comentó un padre, cuyo hijo mayor ya está en secundaria. «Doce es muy pronto», intervino otro, «yo creo que recién a los dieciséis, antes lo siento peligroso, además no hay necesidad». «Eso sería lo ideal, pero ya verás cuando alguien del salón tenga uno… los demás querrán imitarlo de inmediato», vaticinó un tercero. «A mí me parece importante tener cómo llamarlos y ubicarlos», expuso uno más, «yo les daría uno muy básico a los trece y a los quince o dieciséis uno más sofisticado». «Ni hablar», sentenció tajante el papá más radical, «yo recién tuve móvil con veinte años, no quiero que mi hija use antes ese aparato».

Cuando alguien se interesó por mi opinión en la materia, me di cuenta de que no tenía una. Lo único que sé es que quiero retrasar la experiencia todo lo humanamente posible. Siento que poner un celular con Internet en el bolsillo de un adolescentes no se diferencia mucho de poner una bolsita de cocaína o unas píldoras de éxtasis. Los daños pueden parecer menos drásticos y visibles, pero a la larga son irreversibles; sobre todo si tomamos en cuenta que sus modelos –los adultos– tampoco sabemos lidiar del todo con la toxicidad y el enajenamiento que producen las . ¿Cuántas décadas llevamos consumiéndolas, viendo a diario sus efectos devastadores sin que hagamos algo al respecto?

A diferencia de los padres de antes, los de ahora tienen que enfrentar el reto de la adolescencia hiperestimulada por las redes y las aplicaciones. Del mundo de ayer –ese donde padres sin celulares criaban adolescentes sin celulares– queda solo un recuerdo cada día más vago (más vago, pero más puro, entre otras cosas porque nadie tenía a la mano una camarita portátil con las funciones «vídeo», «cine» o «retrato» capaz de documentar un mismo evento desde todos los ángulos posibles; y de esas lagunas, de esos vacíos está hecha justamente la parte más fecunda de nuestra memoria).

A veces imagino a mis padres en los años setenta y ochenta pero con la tecnología actual a su disposición, y el ejercicio es divertido solo hasta que empieza a parecerse a una pesadilla futurista (una pesadilla futurista del pasado). Sin periódicos que leer, mi papá se pasaría el día escroleando la pantalla de uno de sus dos celulares para ver las noticias de 1987 en Twitter (donde seguramente sería seguidor de los dictadores latinoamericanos de turno); el otro smartphone lo utilizaría para coordinar con su grupo de Telegram de militares retirados un golpe de estado contra Alan García. Mi mamá, por su lado, en lugar de ver los programas de cocina de Teresa Ocampo con un cuaderno en la mano, compartiría sus propias recetas en su canal gastronómico de YouTube (el episodio más visto, no tengo dudas, sería el dedicado al rocoto relleno). También la visualizo armando playlists de Spotify con temas de Sinatra, Joe Dassin y Roberto Carlos; escuchando podcast sobre la vida de los actores de Dallas ; o viendo reels de influencers expertas en moda y diseño de interiores.

¿Cómo habrían sido nuestros vínculos familiares si ya entonces hubiesen existido las aplicaciones y las redes sociales de hoy? Mejor no especular.

Al igual que ese padre radical del que hablé al inicio, yo también tuve mi primer celular con veinte años, solo que el utensilio estaba en las antípodas de la inteligencia artificial. Era un ladrillo negro con el que solo podía llamar y recibir llamadas (siempre que tuviera saldo). Y sí, cómo no reconocerlo, fue genial que aparecieran ese y todos los modernos dispositivos que vendrían luego, pero sus atractivos nos impidieron advertir lo que ya empezábamos a dejar de lado: esa forma ingenua de habitar y poseer el mundo que ahora solo recuperamos en sueños esporádicos y que nuestros hijos ni siquiera podrán extrañar.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renato Cisneros es escritor y periodista

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