Conectados. Siempre con los demás. Poco o nada hacia nosotros mismos. Conectados a un teléfono celular, a un chat, a una red social, a un anónimo que escribe, a una agenda recargada, a un trabajo que abruma, a una luz artificial, a una silla que da giros vertiginosos, a un escritorio grande o al pequeño módulo de un call center, detrás de la caja de un supermercado o delante de todos, porque al fondo hay sitio, bien agazapados a la puerta de una combi, con la cabeza en la avenida y el cuerpo en ningún lugar cierto.
Apurados, agobiados por el tiempo que ya no pasa ni corre. Hoy somos nosotros los que corremos detrás del tiempo, que se ha vuelto un commodity, un lujo, una utopía. Algo tan abstracto como tangible con solo organizarnos. Somos los que competimos por un cliente, por un contrato, por un espacio, por un poco más de plata para pagar la deuda de la deuda de la deuda.
Ruido. En la cabeza algo zumba. Es la resaca de todo lo vivido en el día, en la semana, en el mes, en el año. El tráfico pone sus agudos en esa sinfonía. Las frustraciones, las exigencias de un jefe, de un sistema, o mejor aún, las de uno mismo, sus bemoles. El cuerpo recibe. El cuerpo recibe y a él ingresa, como un duende muy malo, hasta cada uno de sus más lejanos parajes nerviosos, de sus delicados sistemas musculares, el ruido. El que suena y no suena. El que trae inflamaciones y contracturas, ansiedades y depresiones, obesidad y violencia, soledades en medio de multitudes. Ese ruido vil que no cesa. Ese ruido maldito que no podemos acallar porque no tenemos ya cómo saber de dónde realmente viene.
Una ciudad rodeada de ciudades satélite. Un ciudadano víctima de la sociedad de consumo, del crecimiento económico, del crecimiento horizontal y vertical, del boom de construcciones de centros comerciales, proyectos urbanos y viviendas. Un taladro. Un bocinazo. Un insulto, el semáforo sigue en verde pero nada ha pasado aún. El ting del chat. Una llamada. Otra y once mensajes. Uno no deja de pensar. Y nunca medita. Uno no deja de encontrarse con los otros. Y nunca se encuentra con uno mismo. Uno siempre tiene tiempo para hacer. Y nunca para dejar de hacer.
Pareciera que el recorrido más largo y saturado que existe en Lima, allí donde se embotella todo y nada fluye, allí donde colapsan las vías y se genera el caos, es entre uno y su ser. En esa ruta, no hay estrategia más simple que parar en vez de avanzar, dejar todo para después y estarse quieto, con los ojos ligeramente cerrados, los hombros relajados, igual que la mandíbula. Empezar así, sabiéndonos humanos, de carne y hueso, de músculo y nervio, de sangre que debe correr sin que nada la detenga, sin prisa ni pausa. Sentir como se relajan, poco a poco, desde los dedos de los manos a las que siempre les exigimos cosas, hasta la columna, el árbol de la vida.
Es tan simple como respirar. Hondo y profundo. Hacer de nuestro cuerpo un recinto nuevo para las emociones, todos los días, cada vez que Lima arranca, o en cualquier momento. En el arenal del cerro si de allí vienes, en Surquillo o en un jardín privado en La Molina, porque más allá del smog y del bolsillo, eres víctima como yo, de los nuevos tiempos tiranos. Es tan simple como eso. Respira.