Buena parte del proceso de crianza tiene que ver con conseguir que esos seres salvajes y narcisistas que son los bebés aprendan a reprimir –casi todos- sus impulsos. No eructar en la mesa y, de ser posible, no eructar; por ejemplo. Contener de manera razonable sus flatulencias y, en casos de urgencia mayor, pedir las disculpas de caso. No señalar a la gente con el dedo. No hacer muecas de disgusto cuando las tías nos dan un regalo de pacotilla, etc.
Sin embargo, en algún momento entre esa etapa formativa y la temprana adultez, se produce en la personalidad de ciertos varones una especie de quiebre que los lleva a asumir que todo lo aprendido en términos de modales, urbanidad, consideración y demás no es aplicable cuando se dan dos condiciones: a) encontrarse en la vía pública y b) cruzarse con una mujer.
En efecto, nunca oiremos a un acosador callejero decirle, por ejemplo, a un conductor “qué tal carrazo compare, taque dan ganas de reventarle el motor por mi mare”. A estos adalides de la libertad de expresión a ultranza tampoco se les ocurriría importunar a alguien en un restaurante para decirle que su plato se ve de rechupete. No, ahí sí que se amarran la lengua no más, sin escandalizarse por la falta de correa de la gente, ni reclamar tolerancia ante su imperiosa necesidad de vomitar lo primero que les pasa por la cabeza, ni mucho menos declararse castrados por verse obligados a tragarse sus pensamientos (que, por cierto, es algo que hacemos todos cotidianamente, y que es uno de los requisitos de la convivencia civilizada).
En eso ha acertado la reciente campaña “Sílbale a tu vieja”: a estos manganzones incapaces de ponerse límites cuando se trata de una mujer no les vendría mal un par de correazos en el poto para recordarles el abc de los modales. De paso, esta iniciativa, liderada por Natalia Málaga, también logra transmitir la idea de que todas las mujeres, incluidas nuestras viejitas y las viejitas de nuestras viejitas, han tenido que soportar las abusivas pachotadas de un desconocido.
El problema, sin embargo, es que tras ver las imágenes queda la sensación de que hemos asistido a una travesura; una palomillada que puede resolverse con una tanda de cocachos bien dados. Pero no pues. El acoso callejero no da risa. De hecho, suele dar miedo. Y mucho.