Al salir a la calle está lloviendo. Usted no quiere mojarse. Se acerca al portero del edificio y le dice: “¿Qué puedo hacer para no mojarme?”. Usted espera que le alcancen un paraguas o un impermeable. El portero le dice: “Coma pollo a la brasa” mientras le alcanza una jugosa pechuga. Algo no encaja. Evitar un problema es atacar su causa. Los pollos a la brasa no lo van a mantener seco.
Pilluelo quiere apropiarse de la casa de Honrado. Trama el siguiente plan. Simula un contrato con Ladronzuelo en el que este le vende a Pilluelo la casa. Por supuesto, Honrado no aparece ni sabe nada. Colocan en el contrato una cláusula arbitral.
Pilluelo “demanda” a su compinche Ladronzuelo en un arbitraje. Nombran como árbitro a Corrupto. Corrupto le da la razón a Pilluelo y ordena en el laudo (la sentencia del árbitro) la entrega de la casa, todo a espaldas de Honrado.
Lo más sorprendente es que Pilluelo consigue que el laudo del árbitro Corrupto se inscriba en registros públicos. En el abecé del arbitraje todos sabemos (menos un congresista llamado Becerril) que ningún laudo se puede ejecutar contra quien no ha sido parte en el arbitraje. Pero como Pilluelo y Ladronzuelo no tienen escrúpulos (y estamos en el Perú), corrompen al registrador Vendido para que inscriba la propiedad a favor de Pilluelo y se la quiten a Honrado.
Lo que acabamos de describir no es un arbitraje. Es una estafa. Llegar a inscribir ese laudo es como pasar un elefante por la aduana del aeropuerto sin que el funcionario de la Sunat lo vea. Pilluelo, Ladronzuelo, Corrupto y Vendido son parte de una banda de delincuentes. En lugar de preocuparse por meterlos presos, el proyecto de ley de Becerril (y que defendió el lunes pasado en un artículo publicado en estas páginas) se preocupa por dañar los derechos de los honrados a usar el arbitraje adecuadamente.
Pero acá viene lo más gracioso: el proyecto es como el pollo a la brasa para no mojarse.
Primero propone crear un recurso de apelación en el arbitraje. Ahora habrá una segunda instancia de árbitros. ¿Elegidos por quién? Pues nuevamente por Pilluelo y Ladronzuelo. ¿Qué van a hacer? Elegir a Desalmado. ¿Cómo ayuda esto a Honrado?
Recordemos que Honrado no está en el arbitraje de los estafadores. Si no está, ¿quién va a apelar? Pues nadie. Pero además asumamos que Honrado estuviera. ¿Quién va a resolver su apelación? Pues el terrible Desalmado. ¿Y qué va a decir Desalmado? Lo mismo que Corrupto. ¿En qué ayudó la apelación? En nada.
Becerril propone además que se pueda plantear una tercería por parte de Honrado, es decir, que le pueda pedir al árbitro que no le quite su casa. Para eso sugiere además que se publiquen los arbitrajes. Imaginemos que Honrado se presenta en ese arbitraje. ¿Quién va a ser el árbitro frente al que presentará su reclamo? Pues nada más ni nada menos que Corrupto. ¿Se imagina el resultado? ¿En qué lo ayudó la tercería? Como el pollo a la brasa, en nada.
Y es que el bendito proyecto ignora no solo el sentido común, sino que la lógica del arbitraje es que quien decide sobre mis derechos es el árbitro elegido por las partes. Por eso el Tribunal Constitucional ha señalado (en el Caso María Julia) que puede plantearse un amparo cuando se pretende ejecutar un laudo contra quien no ha sido parte en el mismo. El remedio al problema de los arbitrajes Orellana es el que dio el Tribunal Constitucional y no el disparate propuesto por Becerril. Y ese remedio ya existe. El problema se resuelve castigando a los Pilluelos, Ladronzuelos, Corruptos, Vendidos y Desamados y no quitándonos derechos a los honrados.
En síntesis y parafraseando a Lichtenberg, el proyecto de Becerril se parece a un cuchillo sin mango, al que le falta la hoja: no sirve ni para cortar, ni para echar mantequilla, ni para proteger a los honrados.