"Cada momento histórico y cada contexto cultural conceden un cierto tono, una cierta armonía, un cierto volumen funerario funcional a su propósito". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Cada momento histórico y cada contexto cultural conceden un cierto tono, una cierta armonía, un cierto volumen funerario funcional a su propósito". (Ilustración: Giovanni Tazza)

“Polvo serán, mas polvo enamorado”, finaliza Francisco de Quevedo, poeta del Siglo de Oro, los famosos versos de su “constante más allá de la ”. Gabriel García Márquez “volteó” la figura y escribió más de 300 años después el cuento “Muerte constante más allá del amor”. Amor y muerte –'eros’ y ‘tánatos’–, una dicotomía que acompaña al ser humano mucho antes de que Freud formulara sus teorías. Una constante ineludible, porque sus elementos –amor y muerte– son precisamente omnipresentes, como sugieren los títulos citados. “¿Qué es el duelo (‘grief’), sino el amor perseverando?”, sentenciaba hace poco un personaje de la popular serie de Disney+, “Wanda Vision”. La muerte es constante en sentido biológico –la cesación de las funciones vitales–, pero son cambiantes las formas y procesos sociales que la envuelven.

Pensaba esto el fin de semana pasado, cuando me enfrenté a la muerte de dos mujeres que, más que cercanas a mí mismo, eran cercanísimas a personas entrañables para mí. La bisabuela de mis hijos –abuela de mi exmujer– y la hija de mi tía más querida dejaron de existir con pocas horas de diferencia y, después de más de dos años en que la muerte se había vuelto una cuestión pandémica –por tanto, masiva, burocrática y lejana–, me vi de pronto asistiendo en pocos días a dos velorios. La cuarentena, pues, nos desritualizó la muerte o, en todo caso, las exequias. Así, en ese periodo, me tocó despedirme del hermano de mi padre, que era mi padrino de confirmación –elegido por mí–, vía la intermediación de mensajes de WhatsApp a la familia, emojis y liturgias por Zoom. Y así transmití también decenas de condolencias a amigos y conocidos que perdieron seres queridos en los últimos dos años. Amortiguada por las redes y la tecnología, la muerte y el duelo quedaron, de alguna manera, emocionalmente silenciadas. O, más precisamente, “muteadas”.

El regreso a las despedidas presenciales, con sus abrazos silentes, con la infructuosa búsqueda mental de las palabras precisas para transmitir la condolencia, con las emociones contenidas detrás de los lentes de sol y los responsos, trajo de vuelta también la vicariedad del dolor. Porque acompañar y ver sufrir de cerca a nuestros seres queridos, los dolientes deudos, nos hace sufrir también. Las neuronas-espejo, mecanismo bioquímico de la empatía, en plena acción. El desconcierto de mi madre ante la dificultad de decirle a su mejor amiga lo muchísimo que le dolía también su pérdida, me entristeció profundamente. A todos nos ha pasado. Perdónenme, queridos seres queridos, por todas las veces en que no pude decirles cuánto me ha dolido su dolor.

Quizás los ritos funerarios doten a la muerte del tono tolerable y hasta necesario para tiempos normales. Quejábase Jorge Manrique, otro poeta español, anterior a Quevedo y al Siglo de Oro sobre “cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando”. Visibilizar y dar voz o sonido a la muerte apacigua el vacío existencial –heideggeriano– de nuestras pérdidas. Se trata, en el fondo, de una necesidad antropológica… por algo los entierros –con su inmanente sentido de la trascendencia metafísica– se consideran hitos de los procesos civilizatorios. Cada momento histórico y cada contexto cultural conceden un cierto tono, una cierta armonía, un cierto volumen funerario funcional a su propósito. Sospecho que esa funcionalidad se rompe en circunstancias anormales. Me refiero al “muteo” de la muerte pandémica y al ruido estrepitoso de la muerte bélica, ahora que la guerra, ese monstruo grande –como lo llamó León Gieco–, ha vuelto a cernir su sombra, y amenaza (como sugiere Yuval Noah Harari) con poner fin al periodo más pacífico y progresista que ha protagonizado la humanidad desde el inicio de su historia, como ha documentado el psicólogo de Harvard, Steven Pinker.

Ha quedado así, tal vez, truncado aquello que este año 2022 estaba destinado a fundar, por ser el año cero de la pospandemia. Cabía esperar conocer por fin qué de lo antiguo desaparecería para siempre, qué habría de continuar y qué de nuevo surgiría; un momento estelar para la humanidad. Pero ha irrumpido, ruidosa, una nueva y deleznable guerra, y ni lo nuevo, ni lo viejo, ni la muerte, podrán encontrar el equilibrio que auguraba el esperado amanecer pospandémico para una nueva normalidad.