(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gianfranco Castagnola

La frustración por el escaso avance en las reformas institucionales imprescindibles para superar las tremendas deficiencias de nuestra política, sistema judicial y aparato estatal ha generado un debate acerca de las razones de tal postergación. Algunos analistas atribuyen la responsabilidad a la tecnocracia que, supuestamente, nos ha gobernado desde hace más de dos décadas.

Según esta visión, se trataría de una poderosa tecnocracia concentrada únicamente en preservar el modelo económico y mantener la confianza empresarial, por lo cual no solo no se ha interesado en impulsar reformas institucionales, sino que las ha obstruido para “no hacer olas” al statu quo. Se le imputa insensibilidad frente a las demandas sociales y a las aspiraciones ciudadanas por un Estado de derecho. La hipótesis, que podría convertirse en diagnóstico a fuerza de repetición, tiene errores que conviene aclarar.

Suponemos que la aludida tecnocracia está conformada por profesionales, mayoritariamente economistas, que han trabajado para el Estado en posiciones relacionadas al manejo de la economía, junto con aquellos que, estando fuera de él, han apoyado la mayoría de reformas y políticas aplicadas en las últimas décadas en el ámbito económico.

Un primer error consiste en presumir que esta tecnocracia no se ha preocupado por los problemas sociales e institucionales. La preocupación existe, y desde hace mucho tiempo. Por ejemplo, en el 2000 se publicó “La reforma incompleta: rescatando los noventa” (Roberto Abusada et al., editores). La parte III de este trabajo se dedica a “Los retos pendientes”, y se abordan las reformas educativas, de salud, de la administración de justicia y del Estado y los desafíos de la descentralización. Estos temas se reiteran en diversas publicaciones producidas por esa tecnocracia. Las agendas de CADE en los últimos 15 años, así como de otros eventos empresariales, también reflejan una visión que está más allá de la economía.

Siempre hubo conciencia de las enormes brechas que en esos ámbitos enfrentaba el país y de su impacto en la economía. Y la razón es obvia: una economía de mercado no puede funcionar sin instituciones. Como dijo el premio Nobel de Economía Douglass North en su visita al Perú en 1993: “Las instituciones son el determinante subyacente del desempeño de las economías. Al contrastar el marco institucional en países como Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania y Japón con países del Tercer Mundo o con los del pasado histórico de las naciones industrializadas, queda claro que es este marco institucional el que constituye la clave del éxito relativo de las economías”.

Un segundo error es creer que el Ministerio de Economía y Finanzas, el Banco Central de Reserva y otros organismos vinculados al quehacer económico “han gobernado el país”. La crisis de inicios de los años noventa dio lugar a grandes reformas económicas que han constituido la base fundamental del crecimiento económico. Sobre esta se debía continuar con las reformas institucionales, sociales y políticas, pues –como se sabe pero muchos quieren olvidar– no hay desarrollo sin crecimiento económico.

A partir de la segunda mitad de la década de 1990, sin embargo, la tecnocracia tuvo que dedicarse principalmente a defender el modelo económico por dos frentes. Por un lado, ante las fuerzas reaccionarias –desde el Congreso y otros espacios– que añoraban políticas estatistas y populistas. Y, por otro, ante la visión sobrerreguladora y “burocratista” que crecía dentro del propio Estado. Cuidar “el modelo económico”, es decir, la estabilidad económica, el funcionamiento de los mercados con regulación inteligente, y la inversión privada se convirtió en la preocupación primordial. Es por ello que en los últimos 15 años se han producido muy pocos avances –por ejemplo, tratados de libre comercio y eliminación de la cédula viva– y, más bien, muchos retrocesos.

El énfasis que se pone en el “destrabe” de proyectos de inversión pública y privada –que ha dado lugar a comentarios sarcásticos– intenta responder al marco normativo burocrático engendrado al interior del Estado. En el camino se perdieron muchas batallas, como el retroceso en nuestra legislación laboral que la vuelve una de las más rígidas del mundo, la postergación de proyectos mineros que hubieran aportado muchísimo al bienestar del país o el emprendimiento de proyectos con dinero público de dudosa rentabilidad social.

Pero, además, hay reformas pendientes muy complejas que están fuera del ámbito de las capacidades y atribuciones de la tecnocracia, como las relativas a los partidos políticos o la administración de justicia. Cabe preguntarse, más bien, a qué sectores corresponde ofrecer propuestas e impulsarlas. Salvo el esfuerzo de Transparencia y de algunos analistas que provienen de la academia, en estos 15 años hemos visto muy pocas propuestas concretas y aterrizadas.

El Perú es un país mucho mejor para vivir que el de hace 27 años. Y la tecnocracia que ha conducido las riendas de la economía ha contribuido significativamente, con su esfuerzo y compromiso, a ese logro. Como sociedad, haríamos bien en impulsar las reformas institucionales pendientes sin caricaturizar y atacar sin fundamentos a una tecnocracia que siempre será necesaria e importante.