El 4 de noviembre de 1780 el curaca cusqueño José Gabriel Túpac Amaru saboreó un almuerzo en la casa de Carlos Rodríguez, el cura del pueblo de Yanaoca, acompañado de este y del corregidor de la provincia, Antonio de Arriaga. Desconocemos cuál fue el menú de la cita, pero los detalles de lo que sucedió en las horas siguientes han desvelado a los historiadores de varias generaciones. Al momento de retirarse, el curaca le propuso al corregidor pasar la tarde en su casa de Tungasuca, pero la autoridad declinó la invitación. Quería regresar a su residencia en Tinta, de la que lo separaban algunas horas a caballo, y no quería que le ganase la noche. Tomaron, así, caminos distintos, pero un rato después la pequeña comitiva de Arriaga fue capturada por un grupo de hombres dirigido por Túpac Amaru.
Arriaga pasó esa noche recluido en la casa del curaca, en Tungasuca. El 10 de noviembre, un día como hoy hace 240 años, y después de haberle hecho entregar su parque de armamento y el dinero que tenía guardado del tributo de los indios, el corregidor fue ahorcado. Había habido casos de corregidores victimados por indios antes, pero ninguno había sido ejecutado en una ceremonia pública. Túpac Amaru proclamó que lo hacía por orden del rey, a la vez que anunciaba la supresión de la alcabala (el impuesto a la compra-venta), las aduanas y la mita a las minas y obrajes.
Si algo tiene el Perú para mostrar en materia de lucha contra el dominio español en América, es la rebelión de Túpac Amaru. Esta no terminó hasta abril del año siguiente, cuando, después de haber intentado infructuosamente tomar el Cusco, fue derrotada, y su líder, hecho prisionero. Tomaría otros dos años aplastar las secuelas de la rebelión en el Alto Perú. Sin embargo, ¿fue la rebelión tupacamarista un movimiento precursor de la independencia?
Los historiadores han discutido largo acerca de ello. El hecho de que el caudillo no haya mencionado explícitamente ese propósito ha sido interpretado por algunos como una omisión táctica o como una vía para reducir sus culpas ante el tribunal que lo enjuició. En lo que Túpac Amaru sí fue explícito y reiterativo fue en su propósito de abolir las alcabalas, las aduanas (que en ese entonces no estaban solo en los puertos de la costa, sino también en las ciudades del interior) y las mitas a las minas y obrajes. Lo que nos ha llevado a varios colegas a sostener que la rebelión de 1780 fue, antes que una lucha por la independencia, una gran protesta antifiscal. Sin embargo, cuando uno afirma esto en una conferencia pública, el auditorio suele incomodarse. Como si calificar a la rebelión de esta manera supusiera rebajarla o atenuar su trascendencia. Esto tiene que ver con la poca importancia que le damos al pacto fiscal para la marcha de una sociedad.
Uno de los aparentes éxitos del gobierno español en América durante el siglo XVIII fue el programa fiscal. Este había conseguido lo que en materia tributaria parece una tarea casi imposible: elevar la recaudación, a la vez que darle un aliento a los productores de riqueza. Para conseguirlo, eliminaron o redujeron drásticamente los impuestos que afectaban a los empresarios. Fue suprimido, por ejemplo, el derecho de cobos, que pagaban los productores de plata, mientras que el tradicional “quinto”, que se descontaba de su producto, fue transformado en solamente un diezmo. Esta disminución fue compensada extendiendo los impuestos hacia comerciantes y consumidores. Se introdujo el estanco del tabaco, se gravó el consumo de aguardiente y las alcabalas fueron duplicadas, del 2% al 4% (hoy es del 18%). Lo más sensible para los indios fue que la alcabala se extendió hacia productos nativos que antes habían estado exentos, por ser de consumo solamente indígena, como el maíz y la coca. Los indios pagaban el tributo personal a modo de contribución única, de modo que, se entendía, debían de estar exentos de pagar otros impuestos. Comprensiblemente, el gravamen sobre sus consumos les supo a chicharrón de sebo. Varios curacas, como el mismo Túpac Amaru, se dedicaban al comercio, de modo que el propio líder rebelde tenía razones para estar descontento.
Ante sus jefes en Madrid, los reformadores locales podían mostrar las cuentas fiscales en azul, puesto que no solo la recaudación más que se duplicó, sino que también lo hicieron la producción de plata y el comercio ultramarino. ¿No eran estas señales de un buen gobierno? Sin embargo, habían descuidado el punto más sensible de toda reforma fiscal: que la gente la considerase equitativa. ¿Qué servicios del gobierno recibían los indios y mestizos por su ahora multiplicado aporte fiscal? Recuérdese que otra de las demandas de la rebelión fue la creación de una Audiencia (un tribunal de justicia) en el Cusco, que no obligara a la gente del interior a trasladarse hasta Lima para ventilar sus litigios. Las grandes rebeliones que han impulsado la historia de la humanidad, como la Revolución Francesa y la Revolución de los Estados Unidos de 1776, comenzaron como crisis o descontentos fiscales. El caso del Perú no tendría por qué ser distinto.
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