(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Luis Millones

Según la Superintendencia Nacional de Migraciones, cada día ingresan 3.000 al Perú. Y la cifra total de aquellos que ya están en nuestro país es de aproximadamente 330.000. Los vemos por toda Lima, intentando ganarse la vida de la forma que uno conoce cuando el hambre aprieta: desde vendedores de café o golosinas hasta ocupados en labores de servicio. Aunque, también, se sabe que hay algunos técnicos y profesionales que han conseguido retomar su quehacer habitual en los pocos espacios laborales que todavía existen.

Lo que vemos en las calles no se condice con la reiterada publicidad del Gobierno de que aparece en las pantallas de los televisores, y que no desaparecerá, sino que incluso podría llegar a crecer si su líder logra hacer efectivo un nuevo período de gobierno que terminaría recién en el 2025.

A lo largo de nuestra historia, los peruanos hemos conocido muchas . Al comienzo de la República tuvimos un presidente, el general Felipe Santiago Salaverry, que proclamó que los migrantes que llegaban al Perú podían naturalizarse solamente con pisar el territorio nacional e inscribirse en el Registro Cívico. Salaverry duró apenas un año en el poder (de 1835 a 1836), pero su decreto superó largamente a otras iniciativas, que no ocultaron el interés por el afincamiento de ciudadanos europeos en el Perú (algo que podría sospecharse como un intento por “mejorar la raza”, un sentimiento, dicho sea de paso, nada extraño en los criollos que consiguieron la independencia).

En términos generales, podríamos decir que la solidaridad de los peruanos hacia los migrantes venezolanos es notoria. Sin embargo, no faltan tampoco algunos detractores. Incluso se escucha un candidato que utiliza el rechazo a los migrantes como parte de su campaña política. Esta situación no es inédita, pues ya en otros países el patriotismo racista ha conseguido darles votos a algunos partidos políticos retrógrados.

Durante el siglo XIX, dada la vigencia del sistema de haciendas y la imposibilidad de esclavizar a la población indígena (que, por lo demás, hizo valer siempre su libertad a través de insurrecciones), se gestó en el Perú un mercado encubierto de compra de población servil. Fue así como tuvimos oleadas migratorias forzadas desde China (1849), la isla de Pascua (1862) y Japón (1899). Las lamentables condiciones de trabajo de estos migrantes terminaron liquidando a la mayoría de los pascuenses y a muchos asiáticos. Sin embargo, un pequeño sector, especialmente de japoneses, consiguió sobrevivir e insertarse en el mestizaje que caracteriza a nuestra nación.

Por otro lado, también experimentamos la llegada de colonos europeos. En 1855, Cosme Damián Schutz, después de varios intentos fracasados por la inestabilidad política del país, consiguió firmar un acuerdo con el presidente Ramón Castilla para traer a mil colonos alemanes y ubicarlos en lo que hoy es Pozuzo, uno de los ocho distritos que componen la provincia de Oxapampa, en la región Pasco.

Schutz, sin embargo, no logró traer a todos los colonos ofrecidos. A duras penas consiguió reunir a 302 tirolenses (Tirol, hoy, es uno de los nueve estados federales de Austria) que arribaron al Callao en 1857. De estos, apenas 172 consiguieron asentarse en Pozuzo. El lugar era –a decir verdad, sigue siendo– aislado, lo que contribuyó a que ciertos aspectos de la cultura europea se mantuvieran por encima del proceso de mestizaje.

La llegada del siglo XX trajo consigo otras migraciones, aunque ninguna más dolorosa que la de los judíos que huían del Holocausto. El surgimiento del nazismo tras el triunfo de Adolf Hitler en las elecciones alemanas de 1932, convirtió al líder partidario (el Führer) en el primer ministro y, desde ahí, Hitler necesitó menos de un año para anular la democracia alemana y llegar a la presidencia poco después. Como se sabe, la ideología de su partido se asentaba en la idea de que la “raza aria” era superior a las demás, amenazando con ello la existencia de los judíos. La expansión militar –la cara que evidenciaba el fracaso de los acuerdos obtenidos tras la primera Guerra Mundial– empezó con la anexión de Austria y la invasión de Polonia, para terminar en los hechos que todos conocemos. Los judíos terminaron huyendo de los países que Hitler iba conquistando. El Perú tuvo también su pequeña cuota de migrantes judío-alemanes, como fue el caso de Guillermo Mayer Dehn.

La migración forzada no siempre implica miseria y dolor en el nuevo lugar de vida. En la experiencia de don Guillermo podemos ver que, por encima de las dificultades, consiguió construir un hogar honorable y una familia organizada. Habiendo concluido el ‘gymnasium’ (la escuela secundaria en Alemania) y el ‘abitur’ (la preparatoria), fue advertido de los riesgos de permanecer en Hamburgo y migró a Lima en 1935. Aquí, trabajó en la empresa de papeles Justus y luego como agente viajero, para, finalmente, terminar residiendo en Huancayo.

Sus habilidades comerciales se hicieron visibles y sus negocios prosperaron tanto que logró ser elegido presidente de la Cámara de Comercio, rechazando en más de una ocasión la posibilidad de postular para alcalde.

Si bien el caso de Guillermo Mayer no es una excepción, vivir en un país extraño amerita siempre ciertas precauciones. Un ejemplo de esto último es el caso del argentino Renato Álvaro Rosado. Llegó a Lima en 1968, presentándose como un “montonero” que huía de la represión de la dictadura de Juan Carlos Onganía (1966-1970). Rosado pertenecía a una familia de la clase media de Rosario, que le enviaba dinero constantemente con la esperanza de que organizara su vida. De palabra fácil y buen porte, tuvo un acceso rápido al mundo universitario y no faltó grupo de discusión político o de debate literario que no lo recibiera ni escuchara con atención.

Su presencia en el país coincidió con el golpe militar de Juan Velasco Alvarado, que derrocó al presidente Fernando Belaunde Terry e inició el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas. Fiel a su doctrina peronista, como lo fue todo militante montonero, Rosado adquirió notoriedad criticando al Gobierno Peruano, al que comparaba con lo que ocurría en Argentina. Lo último que supimos de él fue que lo deportaron y que años más tarde, durante el gobierno de Isabelita Perón (1974-1976), pasó a ser uno más en la lista de “desaparecidos”.

No existe un manual de comportamiento para los refugiados. Sin embargo, si existiera uno, este tendría que ser exigente sobre la oportunidad de participar en la política de su nuevo hogar, y de advertirles la inevitable presencia de quienes quieren usarlos para fines propios.