La presentación del plan empresarial de competitividad, que tuvo lugar hace pocas semanas en CADE Ejecutivos, ha puesto ese tema de regreso en la palestra. De hecho, ha movilizado al presidente Martín Vizcarra y a su equipo a producir una propuesta alternativa, tarea a la que se encuentran abocados en estos momentos. Por ello, y aprovechando el interés y espacio creado, analicemos algunos ángulos que deberían incorporarse al debate y, esperamos, a la propuesta final sobre la materia.
Para empezar, habría que priorizar el enfoque: si hablamos de competitividad, a nivel nacional, lo más relevante es la productividad. Uno puede ganar competitividad de muchas maneras, algunas de ellas incluso negativas en el largo plazo, ya que la competitividad está ligada a industrias que intercambian con otras economías (mientras la productividad es transversal a todas). Si de nomenclaturas se trata, enfocarse en la productividad permite diseñar mejor las políticas públicas.
Es al introducirnos en la búsqueda de mejoras en la productividad que empiezan a hacerse visibles los grandes retos. Primero, es necesario notar que la productividad local es muy baja en comparación, no solo con la de las economías desarrolladas, sino también con la de sus pares en Latinoamérica. Es, además de muy baja, extremadamente heterogénea: desde el 3% –relativa a la estadounidense– en el sector agrícola (donde se encuentra la mayor parte de la PEA) hasta el 75% en el sector minero. Las razones de dicha diferencia son muchas, pero las más importantes se relacionan con la llamada ‘distancia a la frontera’ (que es, en simple, la brecha tecnológica existente frente a los líderes tecnológicos), así como niveles de inversión para lograr economías de escala y otros.
Siendo este un tema muy técnico y muy complejo, lo que sí podemos adelantar es lo que la experiencia global e histórica nos brinda: primero, no hay economía desarrollada que no sea, a la vez, productiva. En segundo lugar, mejoras sistemáticas en productividad requieren grandes esfuerzos, y a todo nivel: reformas políticas que implican espacios de incertidumbre, incluso disgustos ciudadanos, coordinación interinstitucional (lo que implica, a su vez, fuertes liderazgos y cooperación al máximo nivel político), expertos de clase mundial que hayan participado en procesos de reforma similares, entre otros.
Entre los años 2000 y 2010, el Perú mejoró su productividad de manera extraordinaria, incluso en comparación con las economías desarrolladas. Lamentablemente, desde el 2011 las pérdidas de productividad han sido sucesivas. Revertir esa tendencia no se logra con un plan, por muy bueno que sea. Menos aun en un contexto donde la robótica, la automatización, las mejoras en transporte y comunicación, entre tantos otros factores, avanzan a un ritmo vertiginoso, mientras nuestras regulaciones fueron diseñadas para el siglo XX, no XXI. Y peor aun si tomamos en consideración nuestro contexto político, económico y social.
Requerimos, para efectos prácticos, de un shock, pero esta vez no solo económico (como el de los 90), sino general. La clase política y empresarial, pero sobre todo la ciudadanía, deben atender los cambios radicales que se presentan si no queremos estar fuera del panorama global en el mediano plazo. Para ser competitivos primero debemos ser productivos. No hay otra ruta al éxito.