Serguéi Pugachev fue uno de los tantos empresarios rusos que se hicieron millonarios con el cambio de siglo, aprovechando el caos generado por el colapso de la Unión Soviética y las posibilidades de hacer dinero fácil en un país en el que la ley no te alcanza si tienes las conexiones adecuadas. Fue, además, uno de los responsables de catapultar a al poder en 1999. Sin embargo, en el 2015, tuvo que huir del Reino Unido –donde vivía con su familia– a Francia, luego de que el Kremlin, que ya lo había despojado de algunos de sus negocios más lucrativos para dárselos a los aliados de Putin, iniciara una ofensiva legal para conseguir su extradición a .

La historia de su caída en desgracia está contada en el prólogo de “Los hombres de Putin”, libro de la periodista Catherine Belton, y ayuda a entender por qué muy pocos hoy son capaces de plantarle cara al mandamás ruso y por qué, también, quienes lo han hecho han terminado muertos. “Para los que estaban dentro [del régimen]” –escribe Belton– “a Pugachev se le castigaba por pretender escapar del sistema cerrado que gobernaba Rusia, del clan mafioso del que nadie, nunca, debía osar salir”.

Pugachev no fue la primera víctima de Putin (en el 2013, otro multimillonario ruso que se había convertido en uno de sus más furiosos críticos, , fue hallado muerto en su mansión en Berkshire) y, casi 10 años después, tampoco es la última. Hace ocho días, las autoridades penitenciarias del país más extenso del mundo informaron que , el más importante opositor ruso de los últimos 15 años, había muerto súbitamente en la prisión en la que se encontraba recluido desde diciembre, la colonia penal IK-3, ubicada en el Círculo Polar Ártico, bajo uno de los climas más extremos del planeta.

Navalni, como se ha recordado hasta el cansancio en estos días, había sobrevivido de milagro en el 2020, cuando se encontraba a punto de viajar desde Tomsk a Moscú en un vuelo comercial. Lo que le salvó la vida en ese entonces fue la rápida reacción de la comunidad internacional y especialmente del Gobierno Alemán, que hizo las gestiones para que fuera trasladado a Berlín, donde las autoridades detectaron que había sido intoxicado con novichok, un agente nervioso desarrollado por la Unión Soviética durante la Guerra Fría y que había sido usado anteriormente para asesinar a un exagente ruso en el exilio.

Seis meses antes de la muerte de Navalni, el avión en el que se trasladaba , jefe del Grupo Wagner, cuyos mercenarios se encargan de imponer a balazos los intereses rusos en países como o la República Centroafricana, se estrelló al noreste de Moscú matando a todos sus tripulantes. Dos meses antes del accidente, Prigozhin se había rebelado contra Putin tras semanas criticando el poco apoyo que su personal recibía de parte del ejército ruso en el este ucraniano.

Como estos ejemplos demuestran, oponerse al hombre que hoy lleva las riendas de Rusia es una afrenta que se paga demasiado caro. Eso lo saben bien –encargada de contar la historia de las atrocidades cometidas por la Unión Soviética, a la que Putin suele glorificar en sus discursos–, que fue obligada a cerrar en el 2021 por contar una verdad incómoda para el Kremlin, y también los ciudadanos de Ucrania, que llevan dos años resistiendo los ataques de las tropas rusas, enviadas allí precisamente para castigar a una nación que en los últimos años ha tenido la ‘osadía’ de rebelarse contra Moscú para tejer lazos con Europa.

Putin, como describe acertadamente Belton en su libro, pertenece a una generación que vio el derrumbe de un imperio por el que muchos arriesgaron su vida y al que creían imperecedero. Lo que lo mueve desde entonces es el deseo de venganza, no solo contra quienes no sintonizan con sus deseos, sino contra Occidente en general, al que la Unión Soviética trató de destruir durante la segunda mitad del siglo pasado solo para terminar sucumbiendo ella misma.

Por ello, muchos analistas inciden –a mi modo de ver, con razón– en que la batalla que hoy se libra al este del río Dniéper es una en la que está en juego mucho más que la supervivencia de Ucrania. En ella se define, en buena cuenta, el futuro de Occidente, con el que Putin cree que tiene varias cuentas que ajustar. Y, como la historia enseña –de Pugachev a Memorial y de Navalni a Ucrania–, su deseo de venganza no conoce límites.

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