Hoy, alrededor de las 7:30 de la mañana, Alejandro Toledo llegará al Perú. Luego de pasar por los procedimientos de rigor, será trasladado en helicóptero hasta el penal de Barbadillo, donde debe cumplir los 18 meses de prisión preventiva que el Poder Judicial dictó en su contra en febrero del 2017. Enfrenta cargos que podrían suponerle una condena de más de 20 años por delitos de corrupción y lavado de activos.
Así, a partir de hoy, el Perú se convertirá en el único país en el mundo en contar con tres expresidentes presos, una circunstancia tanto inédita como histórica, no tanto porque nuestros gobernantes a través de los siglos hayan sido un dechado de moralidad, sino porque los facinerosos, golpistas y corruptos que nos han gobernado han muerto sin rendir cuentas ante una justicia que durante mucho tiempo careció de dientes y de voluntad para procesarlos.
Como bien sostuvo el politólogo Alberto Vergara en un artículo publicado tres semanas atrás en el diario “El País” de España, tanto Toledo como Alberto Fujimori y Pedro Castillo simbolizan proyectos que en su momento encandilaron a grandes porciones de peruanos y que, unos más temprano y otros más tarde, terminaron naufragando entre lodazales de corrupción y –en el caso de los dos últimos– autoritarismo. Si antes nuestros proyectos de nación morían en guerras o en golpes de Estado, hoy acaban en Barbadillo, un recinto de menos de un kilómetro cuadrado que ha terminado siendo el depositario de las esperanzas de millones de peruanos.
Por supuesto, este fenómeno deja varias lecciones tan obvias como importantes. La primera es que la corrupción no florece en determinada orilla ideológica y muchas veces puede agazaparse incluso detrás de aquellos que la utilizan como fuste para ganar adhesiones durante un proceso electoral. Y lo mismo podría decirse del desprecio por la democracia y las instituciones, tan patente en los golpes que tanto Fujimori como Castillo efectuaron, como en la conducta escurridiza que mostró Toledo en los últimos años en abierto desacato de un mandato judicial.
Pero también la circunstancia es una señal de que nuestro sistema de justicia, aun con todos sus vicios y defectos, todavía funciona. Sostener que hoy un grupo político –o, lo que es más delirante aún, una sola persona– controla todo el aparato judicial es simplemente negarse a ver la realidad, pues en los últimos años políticos y funcionarios de todo corte ideológico, líderes o subalternos de diferentes partidos políticos, han sido objeto de pesquisas por el Ministerio Público y de decisiones del Poder Judicial que los han obligado a pasar largas temporadas en prisión. Esto, prácticamente impensable en los siglos XIX y XX en nuestro país, es una anomalía que debe destacarse.
Cabe resaltar en este recuento, asimismo, la labor de la prensa (la libre, por supuesto, no la ‘chicha’ ni la ‘alternativa’), que puso al descubierto muchos de los escándalos o inconductas de los hoy presidiarios que en no pocas veces intentaron acallar la labor de medios y reporteros, y no lo consiguieron.
Finalmente, la situación debería movernos a reflexionar sobre las personas a las que les confiamos el cargo más importante de nuestra nación y la necesidad de que, aun cuando les hayamos dado nuestro voto, este no se traduzca luego en un respaldo a prueba de balas. Después de todo, si Fujimori, Toledo y Castillo se atrevieron a dar las explicaciones más absurdas y desopilantes ante los indicios de corrupción que iban saltando alrededor de ellos fue porque había gente dispuesta a creerles, incluso ante la contundencia de los hechos.
Por supuesto, no se trata de que elijamos mal solamente a nuestros mandatarios. Cada pocos años volvemos a darnos cuenta de que hemos seleccionado gobernadores, alcaldes, congresistas y regidores que una vez asentados en el cargo se revelan como criminales e inescrupulosos. Es cierto que los partidos políticos tienen una cuota de responsabilidad aquí, pero quienes en última instancia podrían cambiar esta situación somos los electores.
O empezamos a reflexionar seriamente sobre nuestra responsabilidad en ungir a embaucadores o de una vez ampliamos Barbadillo para que siga albergando a nuestros futuros líderes.