Editorial El Comercio

Una vez conocida en toda su dimensión la magnitud del de la refinería La Pampilla, de la empresa , ocurrido hace exactamente un año en las playas de Ventanilla, fue claro que este era un desastre ecológico que nunca iba a poder subsanarse del todo. Rezagos de este accidente quedarían en el litoral peruano por un tiempo indefinido. Pero si bien los impactos del vertimiento de crudo en ecosistemas como el marítimo son sumamente difíciles de revertir, eso no quiere decir que no se deban hacer los máximos esfuerzos para minimizar el daño. La experiencia internacional apunta a que es posible. No obstante, a la fecha, 12 meses después de ocurrido el incidente, eso no es lo que el país ha visto.

La empresa responsable, la española Repsol, señaló que muestreos de octubre “dan a entender que el mar y las playas accesibles estarían listas para su reactivación sin riesgo para la salud y el medio ambiente”. Sin embargo, Giuliana Becerra Celis, viceministra de Gestión Ambiental del Ministerio del Ambiente (Minam), se mostró menos optimista. “Debido al oleaje anómalo, algunos restos de hidrocarburo han empezado a llegar a las playas. Para nosotros el problema no está resuelto, hay evidencia técnica de presencia de crudo en las playas. Hemos estado en campo, lo hemos visto”, dijo.

Representantes de pescadores artesanales y otras organizaciones civiles coinciden con Becerra. Los resultados de las muestras recogidas por el OEFA estarán listos en las siguientes semanas, pero por lo pronto es obvio que el problema sigue presente en alguna dimensión no menor. Más de 20 playas continúan cerradas entre Ventanilla y Chancay. Pescadores y pequeños empresarios que dependen de sus ingresos de verano podrían tener otra temporada perdida. Mientras tanto, ni el Estado ni la empresa parecen demasiado apurados para subsanar esta situación. En octubre pasado, por ejemplo, el OEFA ordenó a Repsol presentar al Ministerio de Energía y Minas (Minem) un plan de rehabilitación. El plazo: 12 meses desde que se solicitó.

La falta de capacidad de reacción y de coordinación del Estado –entre ministerios como Producción, Minam y Minem, pero también con otras entidades públicas– dificultaron que se articule una respuesta oportuna al desastre en distintos frentes. Al mismo tiempo, es imposible soslayar la responsabilidad de la empresa en este proceso que toma ya mucho más tiempo de lo anticipado. A inicios de febrero del 2022, Repsol estimaba completarlo a mediados de marzo de ese año. Es verdad que se han hecho esfuerzos para limpiar el ecosistema y restaurar parte de lo dañado, pero todo indica que estos han sido insuficientes, cuando no extemporáneos.

Desde una visión más sistémica, la mancha del derrame no ha alcanzado solo al litoral peruano, sino también a la imagen del sector privado en general. Quienes se suelen oponer a la inversión privada bajo pretextos medioambientales poco sólidos han encontrado en el desastre ecológico de Repsol una bandera para izar con contundencia. El daño ecológico ocasionado por el petróleo parece no haber sido solucionado aún; el daño reputacional con seguridad sigue presente.

Por último, el primer aniversario del derrame debe servir para evaluar lo avanzado en términos de limpieza y reparación medioambiental, pero también para mejorar los sistemas de prevención y de velocidad de respuesta ante eventos similares. La cadena de errores en una multiplicidad de actores que nos llevó hasta aquí no puede repetirse. Y ese plan no puede tomar otros 12 meses.

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