Este lunes la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) falló parcialmente en contra del Estado Peruano en el caso denominado Chavín de Huántar (CdeH). En la sentencia se especifica que, además de haber violado el derecho a la vida del terrorista conocido como ‘Tito’ (Eduardo Nicolás Cruz Sánchez), quien fuera capturado vivo en la operación CdeH, el Estado violó los derechos de garantías judiciales y a la protección judicial establecidos en la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH).
La decisión, como se ha explicado, versa específicamente sobre “la conformidad o no de los actos estatales con la CADH, en cuanto a si existió o no ejecución extrajudicial en el marco de la operación”. En otras palabras, la Corte IDH ha encontrado que, a pesar de haber firmado la referida Convención en 1977, el Estado Peruano no se atuvo a determinadas reglas en materia de derechos humanos estipuladas en ella. Por lo tanto, la sentencia no niega el heroísmo mostrado por los efectivos durante la operación Chavín de Huántar y de hecho considera la operación que lideraron como plenamente justificada. Lo único que hace es circunscribirse a la forma en que actuaron ciertos agentes del Estado –que no eran parte del grupo de comandos– durante la acción militar y en los procesos judiciales que siguieron.
Ahora, en lugar de destemplanzas absurdas, lo que corresponde a un Estado moderno y responsable es, obviamente, hacer frente a las decisiones tomadas por una entidad a cuya jurisdicción se sometió voluntariamente, así le hayan sido desfavorables. Pero también, claro, preguntarse qué factores han influido en un resultado así.
Cabe recordar, en ese sentido, que no es esta la primera vez que el Estado Peruano pierde un caso ante esta instancia. A decir verdad, tiende más bien a perderlos todos, y por razones que un análisis desapasionado de los casos hace difícil atribuir, al menos en gran número de ellos, a las supuestas inclinaciones ideológicas de los miembros de la Corte IDH. Más parecen pesar en nuestras sistemáticas derrotas en este tribunal dos razones no atribuibles a sus miembros.
La primera ha sido mencionada extensamente en los últimos días: la calidad de nuestras estrategias de defensa ante la corte.
La segunda se menciona menos pero tiene un peso igualmente grande: nuestras instituciones estatales de justicia suelen ser incapaces de llevar a cabo un trabajo que se adecúe a los lineamientos suscritos en la convención. Hace 18 años, por ejemplo, que nuestro Poder Judicial está procesando el caso de la muerte del antes mencionado ‘Tito’ sin que haya podido llegar a una conclusión sobre qué fue lo que sucedió con él ni quiénes fueron los responsables.
Las falencias de los procesos y el sistema judicial general son patentes. Así lo confirman tanto el Índice de Estado de Derecho del Proyecto Mundial de Justicia (que coloca a nuestro sistema legal en el puesto 67 de 99 países), como el World Economic Forum (que ubica la eficiencia de nuestro marco legal en la resolución de disputas en el puesto 122 de 144 países).
La reacción inmediata de los políticos a la sentencia –ya sea la de criticar la instancia internacional, buscarle el lado ‘positivo’ al fallo (en este caso, el no pago de reparaciones civiles) o ‘denunciar’ una supuesta persecución a los héroes de Chavín de Huántar– solo obvia el gran problema subyacente: la absoluta deficiencia de nuestro sistema de justicia.
Después de todo, para que un caso llegue a la Corte IDH es necesario, en primer lugar, que haya agotado todas las instancias nacionales; y luego, que sea aceptado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Esta última, además, no deriva casos a la corte a menos que considere que existan muy altas posibilidades de ganar.
La respuesta política sensata a este fallo, por lo tanto, debería empezar por enfocarse en las cosas que se pueden mejorar en el Poder Judicial (PJ). De acuerdo con los criterios del Proyecto Mundial de Justicia, por ejemplo, alcanzamos solo un 23% en juzgamiento oportuno y efectivo en el sistema de justicia criminal y un 43% de debido proceso. Una manera de romper esta tendencia es contar con un Poder Judicial que sea capaz de determinar en un período razonable lo ocurrido en cada caso.
Para ello es imprescindible que se implementen mecanismos de control e incentivos a los jueces y a los procesos judiciales, sin que ello dé pie a una mayor burocratización. También son necesarias la automatización de los sistemas y sanciones para los jueces que no cumplan con los plazos y para los funcionarios estatales que ralentizan los procesos. Y asimismo que dichos procesos estén dotados de una mayor transparencia y sometidos a mecanismos de control civil.
Lo que no podemos pretender es seguir con un PJ funcionando en los niveles antes mencionados y que se considere que al mismo tiempo cumplimos con garantizar el derecho al debido proceso que todos tenemos y que, entre otras cosas, sirve para que a todos quede siempre claro que es limpiamente y en justicia que los criminales reciben el castigo que les toca.