El discurso inaugural de Pedro Pablo Kuczynski al asumir la presidencia ha supuesto ruptura y novedad respecto de los mensajes de sus predecesores en esa misma circunstancia, en más de un sentido. No solo ha privilegiado el planteamiento de una visión del Perú sobre la enumeración de cifras, sino que algunos de los valores implícitos en esa visión marcan también un contraste con los usualmente enarbolados por quienes se aprestan a tomar las riendas del país.
En particular, resulta saludable el énfasis –discreto, pero énfasis al fin– que colocó en la necesidad de resolver las carencias de los más pobres a través del incremento de su capacidad adquisitiva y no mediante la disminución de la riqueza de otros (lo que, como sabemos por repetida experiencia propia, no soluciona cosa alguna y solo se traduce en más carencias). En el discurso político nacional se da por sentado generalmente que la desigualdad en los recursos económicos de los que cada quien dispone es mala en sí misma y que bien valdría la pena liquidarla, aunque fuese por la vía del empobrecimiento de todos: una concepción perniciosa que se nutre por igual del prejuicio de que la riqueza es una torta de tamaño fijo que solo cabe redistribuir (y no ampliar), y de la ‘beatificación’ de la pobreza como un estado moralmente superior. Sobre todo en la izquierda –pero no solamente en ella– la aspiración de bienestar económico es considerada una apetencia turbia y la palabra ‘riqueza’, un término a evitar en la comunicación con los ciudadanos.
Es por ello que encontramos positivo que el presidente Kuczynski haya incluido en su discurso ante el Congreso reflexiones que apuntan en un sentido contrario a esas nociones.
“¿Qué significa ser un país moderno? Significa que las desigualdades entre los más pobres y los más ricos deben resolverse levantando el ingreso de los más pobres”, dijo, por ejemplo, en un momento. Y en seguida asoció ese cometido con la propuesta de “poner más dinero en el bolsillo de los peruanos”: los pobres, los no tan pobres y los ricos, se entiende. Máxime si eso se pretende lograr gracias a una reducción en la carga impositiva (de hecho, la expresión ‘dejar más dinero en los bolsillos de los peruanos’ habría sido preferible, pues ‘poner’ hace pensar en políticas keynesianas con la amenaza inflacionaria que estas entrañan).
El nuevo mandatario se comprometió también a que “nadie que ha salido de la pobreza vuelva a ella” y dejó en claro que, aunque continuará y mejorará los denominados ‘programas sociales’, no es a través de ellos que se alcanzará tal objetivo, sino mediante el desarrollo productivo. A ese fin, precisamente, tienen que estar enderezados los esfuerzos que ha anunciado en lo que concierne a “destrabar en los próximos seis meses” los proyectos “atascados en problemas burocráticos” y “eliminar los múltiples obstáculos a la inversión privada, a la cual el Perú recibe y espera con los brazos abiertos”, así como el de buscar “la complementariedad del sector privado con el público” para abrir a todos los peruanos “el acceso a servicios esenciales que hoy son escasos o inexistentes”. Una sentencia que remite a la provisión de salud y educación, pero también a la de infraestructura.
Todas estas intenciones tienen que verse reflejadas, por cierto, en medidas concretas, de las que supuestamente se ocupará el primer ministro Fernando Zavala en su próxima presentación ante el Parlamento. Pero su inclusión en la visión de país del nuevo inquilino de Palacio de Gobierno permite un moderado optimismo con respecto a un cambio en la forma de concebir la riqueza desde la perspectiva de los responsables de administrar el poder y de quienes aspiran a hacerlo en un futuro. Una esperanza, en suma, de que mencionarla deje de ser el equivalente a usar una mala palabra en el vocabulario político del país, una idea oprobiosa a la que solo es tolerable aludir mediante fórmulas retóricas como la que ensayamos en el título de este editorial