Editorial El Comercio

Hace ahora casi una década, el 14 de diciembre del 2012, Adam Lanza, de 20 años, inició un tiroteo , en Connecticut, , que se cobró la vida de 20 niños, todos de entre 6 y 7 años, y seis adultos, antes de que él mismo se suicidara pegándose un tiro en la cabeza. Tres días atrás, en Uvalde, una zona de mayoría latina ubicada en el estado de Texas, , de 18 años, ingresó a una escuela primaria donde desató una sangría que acabó con la vida de .

Ambas matanzas, perpetradas en lugares tan inocentes como dos escuelas primarias y que tuvieron a niños como sus principales víctimas, escarapelan el cuerpo. Tanto como escarapela saber que, entre las dos tragedias, se han registrado más de 900 ataques con armas de fuego en colegios estadounidenses. Se mire por donde se mire, los datos son incuestionables.

Según la asociación , solo en lo que va del 2022 han muerto en Estados Unidos más de 7.600 personas por armas de fuego (incluyendo a 653 menores de edad), y se han registrado 214 tiroteos masivos… y eso que no llegamos ni siquiera a la mitad del año. De hecho, apenas diez días antes de la masacre en Uvalde, Payton Gendron, un joven supremacista de 18 años, –todas afroamericanas– en un supermercado en Buffalo, Nueva York. El país norteamericano, además, es el único en el planeta que tiene más armas (393 millones) en circulación que población (330 millones). De hecho, se calcula que Estados Unidos posee casi la mitad del total de armas del mundo en manos de civiles (857 millones) en su territorio, a pesar de albergar solo al 4% de la población mundial.

Año a año, los nombres de las masacres (Sandy Hook, Parkland, Virginia Tech, Columbine) se van apilando en la memoria sin que las autoridades estadounidenses puedan formular una respuesta oportuna, a pesar de los cambios de gobiernos y de las mayorías partidistas en las dos cámaras del Legislativo. Las reacciones de los políticos –que las hay– suelen perderse entre el efectismo y el entrampamiento parlamentario.

Prueba de lo primero ha sido la reciente propuesta del senador republicano –y exprecandidato a la presidencia por dicho partido– Ted Cruz para colocar “guardias armados” en las entradas de las escuelas (a pesar de que, en los últimos años, ‘soluciones’ como las de instalar detectores de metal o registrar las mochilas al ingresar a los centros educativos no han frenado este tipo de sucesos). Y de lo segundo, que el proyecto para incrementar el control de armas que emergió precisamente de la matanza de Sandy Hook no logró ni siquiera los 60 votos que requería para su aprobación en el Senado.

Curiosamente, lo único que ha logrado frenar las matanzas en el país norteamericano en las últimas décadas ha sido la pandemia del COVID-19. Aunque suene irónico, los escolares estadounidenses estuvieron más protegidos encerrados en sus casas por la cuarentena que motivó el coronavirus que afuera de ellas.

Por supuesto, nadie ignora que los factores que desembocaron en estos sucesos son complejos, tanto como las motivaciones que las espolearon (y que van desde el veneno del supremacismo hasta los desórdenes mentales). Pero parece claro que si pudieron concretarse fue porque en Estados Unidos un joven de 18 años tiene más facilidades para adquirir un rifle de asalto AR-15 que una bebida alcohólica. Y porque en los últimos años, un complejo entramado de lobbies entre los fabricantes de armas y los políticos, especialmente los del Partido Republicano, han imposibilitado que esta anomalía pueda corregirse.

Ojalá que la tragedia de esta semana mueva finalmente a las autoridades del país norteamericano a reparar el absurdo que supone que una persona cualquiera pueda comprar un rifle capaz de disparar 60 balas por minuto. De lo contrario, no pasará mucho para que las malditas armas vuelvan de nuevo a las portadas de los diarios.

Editorial de El Comercio