El 20 de setiembre de 1822 fue una fecha muy importante en la historia del Perú. Según Jorge Basadre, fue el día en que se inició nuestra historia republicana, pues fue ocasión de la instalación del Congreso Constituyente, elegido poco antes a instancias de José de San Martín. Fue aquella también la oportunidad en que el Libertador dejó su título de protector desde el 3 de agosto del año anterior. A partir de ese momento, el país sería gobernado por peruanos, por lo que no son pocos los autores que lo describen como el auténtico origen de nuestra independencia.
Doscientos años han pasado desde entonces y mucha agua ha corrido bajo el puente. Salvo por las interrupciones marcadas por algunas tiranías, el Congreso siempre ha estado presente en la administración del poder en nuestra patria; a veces como auténtico contrapeso del Ejecutivo y otras como comparsa del gobernante de turno.
Hay que decir que no se ha tratado, por lo general, de la institución más popular entre la ciudadanía. La sensación de que sus integrantes gozan de privilegios que no necesariamente corresponden a una labor valiosa para la comunidad conspira contra ello. Y no solo en el Perú. Los Parlamentos son vistos con recelo en casi cualquier parte del mundo.
Entre nosotros, las representaciones nacionales que se han sucedido en el Legislativo durante las últimas cuatro décadas han labrado a pulso una muy mala imagen. Fue precisamente esa circunstancia lo que facilitó el golpe que Alberto Fujimori dio el 5 de abril de 1992 y, años más tarde, la controvertida disolución del Congreso que ordenó Martín Vizcarra. Lo curioso es que los electores no parecemos escarmentar tras las malas experiencias y, proceso tras proceso, colocamos en el hemiciclo a ‘Comepollos’, ‘Mataperros’ o ‘Robacables’, cuando no a violadores o requisitoriados. En parte, se puede atribuir la razón de ello a algunos incentivos perversos que persisten en el sistema electoral, pero solo en parte… Un ingrediente innegable de la frustración en la que nos encontramos cada cinco años es la ligereza con la que los propios votantes asumimos en cada ocasión la responsabilidad que tenemos por delante.
La conformación parlamentaria que hoy ocupa el palacio de la plaza Bolívar no es, por cierto, una excepción. La desaprobación nacional de más del 80% que registran las encuestas con respecto a ella no es solo producto de la campaña del Gobierno por presentarla como “obstaculizadora” o incapaz de aceptar el triunfo en las urnas de una persona provinciana o de orígenes modestos. Queremos ser claros: esa campaña existe y es una letanía del presidente y su entorno para tratar de ocultar la incapacidad y la corrupción que los caracteriza. Pero los legisladores, en su mayoría, contribuyen cotidianamente a forjar el descrédito que los mella.
Están por un lado los casos policiales y judiciales que comprometen a varios de ellos, y por otro, el modo en que las bancadas más disímiles entre sí han terminado apoyando retrocesos en las tímidas reformas que habían alcanzado en sectores como educación o transportes. En esos trances, como es obvio, el Congreso luce ante los ciudadanos como un conglomerado de individuos cuyas coincidencias en lo reprobable pesan mucho más que sus diferencias.
El Legislativo es, sin lugar a dudas, la institución más importante de nuestra democracia, pues en él están presentes mayorías y minorías cumpliendo una labor de fiscalización al gobernante de turno cuya trascendencia es imposible de exagerar. No por gusto es considerado el primer poder del Estado y también, como señalábamos al principio, el real punto de partida de nuestra independencia. Doscientos años después de haber sido instalado más o menos en el mismo lugar en el que hoy funciona, sin embargo, no ha alcanzado la madurez que uno esperaría. Acaso la efeméride sirva para provocar entre quienes hoy lo integran una reflexión que a la larga se traduzca en un cambio de actitud que por fin los peruanos se sientan representados por ellos.