Hoy se celebra el Día del Periodista en el Perú y la efeméride llega en un momento en el que la prensa se encuentra bajo asedio de un gobierno a niveles que no se veían desde la dictadura fujimorista. Es cierto que, en los últimos 20 años, los integrantes de otras administraciones también han cuestionado a los medios de comunicación en mayor o menor medida, pero nunca en dicho período habíamos visto una conducta tan agresiva de un Ejecutivo hacia el periodismo. Y hay que decir que no parece casualidad que esto se dé justamente cuando por primera vez el Ministerio Público le ha abierto seis investigaciones a un mandatario en funciones.
Como ha contabilizado la Unidad de Periodismo de Datos de este Diario (EC Data), el presidente Pedro Castillo ha arremetido al menos 30 veces contra la prensa desde marzo del 2021; seis de ellas en las postrimerías de la campaña que lo llevó al poder y las restantes 24 en los poco más de 14 meses que lleva en él. Y esto solo para hablar del jefe del Estado.
Ministros y exministros de su administración también han mostrado en reiteradas ocasiones su animadversión hacia los medios de prensa críticos con ellos. Pero ninguno como el actual presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres, cuyos arrebatos cascarrabias contra los medios de comunicación se han convertido en un sello característico de su paso por esta gestión.
Por supuesto, la ofensiva de este gobierno contra el periodismo no se expresa solo en las invectivas que suelen arrojar sus integrantes. También ha quedado plasmada en, por ejemplo, las agresiones del personal de seguridad de la Presidencia a reporteras que se acercaron a formularle preguntas al mandatario, en la renuencia de este último a conceder entrevistas o, últimamente, acceder a brindarlas solo a medios aduladores (a los que eufemísticamente se les ha dado por calificar como ‘prensa alternativa’), y hasta en amenazas de denuncias contra un determinado programa periodístico por difundir información inconveniente para el jefe del Estado.
Y cómo olvidar el proyecto de ley enviado por el Ejecutivo al Congreso el pasado julio para castigar a los operadores de justicia que filtren información sobre investigaciones de carácter reservado. Una ley mordaza confeccionada cuidadosamente para evitar que los detalles de las pesquisas que el Ministerio Público viene liderando contra el mandatario, sus familiares y sus excolaboradores sean conocidas por la ciudadanía.
Innumerables han sido, por otro lado, las ocasiones en las que desde el Ejecutivo se han quejado porque los medios han “ocultado” algunos de sus supuestos logros (como afirmó el presidente durante su mensaje del pasado 28 de julio) o porque no les han formulado preguntas “más proactivas” (en palabras de la vicepresidenta Dina Boluarte). Sin embargo, tenemos que repetir algo que ya hemos dicho anteriormente: en una democracia, la única relación posible entre la prensa y el poder es la de la crítica. Pedirle a un medio que deje de fiscalizar a un gobernante equivale a pedirle que se convierta en su comparsa; esto es, que pierda su razón de ser.
Por supuesto que el periodismo, dado que está hecho por personas, puede cometer errores (y, de hecho, los comete). Pero ni uno solo de estos puede justificar que un gobierno se aboque a restringir o castigar la labor periodística como el actual lo viene haciendo sin desparpajo alguno. Y esto porque, aun cuando el periodismo les resulte incómodo a muchos, es esencial para que una democracia pueda subsistir. Sin periodistas haciendo preguntas incómodas, sin coberturas que incordien a quienes ostentan el poder, una democracia se balancearía sobre el precipicio.
Al presidente y sus adláteres, seguramente, les gustaría gobernar un país en silencio, en donde los indicios de corrupción que los salpican sean barridos bajo la alfombra y puedan imponer su narrativa sin oposición alguna. Ese país, sin embargo, sería cualquier cosa menos una democracia. Y la labor del periodismo debe ser, precisamente, evitar que esto se materialice algún día.