Una de las lecciones que deberíamos haber extraído de, por ejemplo, la pandemia del COVID-19 o las furiosas precipitaciones en el norte de las últimas semanas es que a la ciencia hay que escucharla. Siempre. Los anuncios y las recomendaciones de expertos pueden significar, en los casos más dramáticos, la diferencia entre la vida y la muerte y, sin embargo, muchas veces estas son soslayadas hasta que sus pronósticos terminan cumpliéndose con consecuencias devastadoras.
Desde hace algunos años, varias instituciones peruanas se han volcado a la tarea de analizar y estimar cuál sería el impacto de un terremoto de grandes magnitudes en nuestro país. No se trata de un ejercicio alarmista hecho para asustar a los ciudadanos. Se trata de ciencia. Y lo que esta nos dice es que nuestro país podría sufrir uno de grandes proporciones en cualquier momento. Quizás esta misma noche.
Como sabemos, frente a nuestras costas dos placas tectónicas friccionan continuamente: la de Nasca y la Sudamericana. Y el Instituto Geofísico del Perú (IGP) ha logrado detectar las áreas en donde esta fricción produce una mayor aspereza; es decir, donde ocurre un gran acoplamiento sísmico o, en otras palabras, donde se acumula una mayor energía sísmica. Estas son tres y la más importante de todas, por su tamaño y por la cantidad de energía que podría liberar, se encuentra frente a Lima y el Callao, en un radio que abarca, hasta el norte, a la región Áncash y, hacia el sur, a Ica.
No es, por lo tanto, casualidad que en 1746 la capital sufriera un terremoto que los expertos estiman hoy que alcanzó los 8,8 grados Mw (magnitud de momento). En Lima, murieron alrededor de 6.000 personas de un total de 60.000, mientras en el Callao, donde al movimiento telúrico le siguió un tsunami devastador, murieron aproximadamente 3.800 de sus 4.000 habitantes. Desde entonces, llevamos 277 años de silencio sísmico. Casi tres siglos en los que la energía capaz de desencadenar un gran terremoto se ha venido acumulando frente a nuestras costas y que podría liberarse de golpe en cualquier momento.
Por supuesto, si esto ocurriese hoy, las consecuencias serían espantosas. No tanto por el movimiento de la tierra en sí, sino por la manera desarticulada, caótica e informal en la que ha crecido la capital en las últimas décadas, con viviendas levantadas con material precario o en zonas donde ninguna edificación debería erigirse. Después de todo, los sismos por sí solos no matan gente; lo que las mata son las malas construcciones y el pánico que se desata entre una población sin una cultura de la prevención bien afianzada.
Las preguntas que debemos hacernos, entonces, no es si el terremoto finalmente ocurrirá o si este llegará en los próximos 100 años, sino si estaremos preparados para cuando llegue.
Pensemos solamente en la manera en la que cada uno de nosotros se toma los simulacros que, año a año, las autoridades realizan ante la indiferencia de una gran parte de la población. O tratemos de responder, por ejemplo, algunas preguntas que en un país que solo en lo que va del 2023 ha sentido 187 sismos –16 de ellos con epicentro en la capital– no son insignificantes. ¿Tengo lista ya la mochila de emergencia en casa? ¿He identificado las zonas seguras de mi vivienda y las más peligrosas (cercanas a vidrios o muebles pesados que podrían caer y herir a alguien)? ¿Sé cómo reaccionar ante un sismo si vivo en uno de los pisos más altos de un edificio donde se me imposibilita evacuar al exterior? ¿Estoy al tanto de las formas en las que podría contactar con mis familiares si las comunicaciones colapsaran? Y si el terremoto me sorprendiese en mi centro de trabajo, en mi universidad o en cualquier otro lugar que frecuento, ¿sabría por dónde evacuar?
En su edición de hoy este Diario publicará un suplemento especial (“Estemos listos”) con información mucho más detallada que la que usted acaba de leer. Se trata de la segunda parte de un especial que empezamos a publicar en el 2021 y que ahora retomamos y expandimos para reforzar nuestro compromiso con la prevención. Es, nuevamente, la ciencia elevando una voz que debemos escuchar. No esperemos hasta la catástrofe para recién voltear a mirarla.