Hace 25 años, el 22 de abril de 1997, a las 3:23 de la tarde, tres detonaciones sacudieron la residencia del embajador de Japón en San Isidro. Un grupo de comandos había iniciado la operación Chavín de Huántar que, empleando un circuito de túneles cavados durante meses por un grupo de talentosos mineros, llevaría a que 140 comandos del Ejército Peruano recuperasen el edificio que cumplía 126 días bajo control del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA). El objetivo era rescatar a los 72 rehenes que los criminales mantenían en cautiverio.
En el interior de la residencia, uno de los rehenes, el vicealmirante Luis Giampietri, había logrado establecer comunicación con el exterior luego de encontrar uno de los micrófonos –escondido en la funda de una guitarra– que el Servicio de Inteligencia había introducido en el lugar. La doble repetición de la frase clave –”Mary está enferma”– por el veterano militar dio luz verde al operativo.
Las imágenes del desenlace de la operación Chavín de Huántar permanecen tatuadas en la memoria de todos los peruanos. En grupos, los rehenes salen de la casa entre explosiones y disparos. En otro momento, los comandos arrancan la bandera emerretista que había estado agitándose en el techo y la pisotean. En el asalto murieron dos miembros del ejército, los heroicos Juan Valer y Raúl Jiménez, y uno de los rehenes, el magistrado Carlos Giusti. Asimismo, los 14 terroristas, entre ellos su cabecilla Néstor Cerpa Cartolini, murieron perpetrando sus crímenes.
Esa tarde de abril se puso fin a meses de zozobra, durante los cuales los emerretistas buscaron chantajear al Estado Peruano para que liberase a más de 400 de sus camaradas presos. Entre estos estaban algunos terroristas que hoy ya se encuentran en libertad, como Peter Cárdenas Schulte (el responsable de las infames “cárceles del pueblo” donde el grupúsculo mantuvo secuestrados a decenas de compatriotas) y la estadounidense Lori Berenson, que participó de una trama que buscaba secuestrar legisladores para intercambiarlos por terroristas.
Durante los años que siguieron a la operación, múltiples denuncias han tratado de macular un rescate que ha sido un ejemplo en todo el mundo. Nada debería debilitar el agradecimiento que el país le debe a los comandos.
Ayer, durante la ceremonia que conmemoró el cuarto de siglo del operativo que nos ocupa, los otrora miembros de la operación actuaron en protesta contra el presidente Pedro Castillo. Cuando el mandatario subió al escenario, solo uno de los comandos se puso de pie como parte del protocolo, el resto permaneció sentado y un puñado se paró y se fue. César Astudillo, exjefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, también comando Chavín de Huántar (no participó del evento), se refirió a lo ocurrido diciendo que “hay un simbolismo marcado, obviamente. Se entiende la desazón”.
Y la desazón no solo se comprende, sino que también se comparte. No podemos olvidar que el jefe del Estado comenzó su gobierno con un presidente del Consejo de Ministros investigado por apología del terrorismo, con un canciller que le atribuía a la Marina el inicio del período más sanguinario que ha conocido nuestro país y con un ministro de Trabajo cuyo nombre aparecía en atestados policiales con terroristas como Edith Lagos y que recibía en su despacho a miembros del Movadef, los herederos políticos de la gavilla de asesinos comandados por el mayor criminal de la historia peruana: Abimael Guzmán. A lo anterior se suman las denuncias contra el mandatario y su círculo cercano por haber intentado interferir en el proceso de ascensos en las Fuerzas Armadas, que hoy es materia de investigación. En todos los casos, situaciones que generan una justificada incomodidad en los uniformados.
Gestos valientes de protesta como el de ayer merecen ser tomados en cuenta. Es lo mínimo que merecen aquellos que han arriesgado su vida por preservar nuestra libertad.