Cuando este editorial se escribió, el Ministerio de Salud (Minsa) anunciaba que el número de casos confirmados por COVID-19 en el Perú ascendía a 13.489 y los fallecidos eran 300. Hasta el momento, no sabemos si el excongresista Glider Ushñahua (51) está incluido en la aciaga nómina, pero, de no estarlo, es solo cuestión de tiempo para que pase a engrosar la estadística porque, según el certificado de su defunción que se publicó horas después de su muerte, esta se debió a una infección por coronavirus.
Como se recuerda, Ushñahua se desempeñó como legislador del Parlamento que quedó disuelto en setiembre pasado. Fue representante de la región Ucayali, una de las últimas en las que se confirmó la presencia del coronavirus en el país. Y, precisamente, fue allí donde el exlegislador falleció en la mañana del jueves luego de transitar por al menos tres hospitales suplicando por una atención que llegó muy tarde.
En efecto, en un video revelado por un medio local se puede ver al exparlamentario llegando al Hospital Amazónico de Yarinacocha (un distrito ubicado a pocos minutos del centro de Pucallpa) visiblemente enfermo. Allí, Ushñahua pide que lo atiendan, puesto que antes había acudido al Hospital Regional de Pucallpa sin éxito, pero es despachado por un agente policial que alega que, en primer lugar, no había “más oxígeno” en el centro de salud, y en segundo lugar, que él “ya ha sido atendido en el Hospital Regional […] y están en la obligación de que le tienen que atender ahí”. Tras la negativa, el excongresista se traslada a un tercer hospital: el de Essalud, donde finalmente dejó de existir.
Resulta inevitable preguntarse si el excongresista Ushñahua seguiría vivo hoy si hubiese sido atendido a tiempo. Así como también resulta inevitable sentir cierto escalofrío al pensar en cuán vulnerables en realidad estamos los ciudadanos y en cuántos más habrán sido los que, sin ser tan conocidos como el excongresista, han sufrido el mismo trato. Más aún si tomamos en cuenta la patente falta de coordinación que este deceso ha desnudado entre las instituciones del sector Salud.
Este Diario, por ejemplo, solicitó información sobre el caso a Essalud el jueves, pero esta alegó que la encargada de pronunciarse sobre el tema era la Dirección Regional de Salud (Diresa) de Ucayali. Al consultar con el director de esta última, sin embargo, la respuesta fue que “el paciente falleció en un establecimiento de Essalud […] ellos tienen los datos exactos” y admitió que había un problema de comunicación entre la Diresa, el Minsa y Essalud, y entre los directores de los hospitales a los que Ushñahua acudió.
Las falencias, por supuesto, no son exclusivas de la región Ucayali (aquí en la capital, por ejemplo, asistimos al crítico desborde del Hospital de Ate), pero aun así no dejan de ser preocupantes. Más aún porque, como sabemos, el ministro de Salud, Víctor Zamora, ha anunciado que el Ejecutivo se abocará a una reforma estructural en el sector en la que los gobiernos regionales y locales pasarán a desempeñar nuevos roles. Dicha reforma podría comenzar, decimos, por mejorar la coordinación entre las instituciones. Así como por construir las herramientas necesarias para garantizar que el presupuesto se gaste efectivamente en mejoras en las condiciones del personal médico, el equipamiento y la infraestructura que hoy exhibe grietas por todos los flancos. Como es evidente, ello amerita una discusión sobre el nivel de autonomía que deben tener los gobiernos regionales en el manejo de la salud pública.
Evidentemente, estos cambios se estudiarán con cuidado una vez que pase el vendaval, pues ahora la prioridad es soportar el embate con el menor impacto posible. Siendo cierto lo anterior, sin embargo, también es imposible no reflexionar sobre el caso del excongresista Ushñahua y sobre cuántos peruanos dejarán de existir no solo por el coronavirus, sino también por la desarticulación y la inacción que ha infectado al Estado y que los ha dejado vulnerables.
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