Finalmente, para perjuicio del Perú, se aprobó la ley universitaria, quizás el proyecto de ley más intervencionista que ha pasado por el Congreso en los últimos tiempos. Uno que, además, es inconstitucional, pues la Constitución establece de manera expresa que las universidades gozan de autonomía. Es decir, deben tener la potestad de definir su organización interna, qué enseñan y cómo lo hacen. Todo esto se terminará con el nacimiento de la Superintendencia que manda crear la ley aprobada por el Parlamento. Y es que dicha Superintendencia tendría amplios poderes y mucha discreción para establecer quién puede dedicarse a la actividad universitaria y quién no, a qué reglas se sujetará la enseñanza, qué materias obligatorias deberán enseñarse, qué características debe tener la plana docente y la infraestructura de cada institución educativa, qué programas y carreras pueden crearse, entre otras atribuciones. Claramente, era necesaria una reforma. Pero de ninguna manera una de este tipo.
En un editorial anterior graficamos la extensión de los poderes de esta nueva institución señalando que, si se diseñaran instituciones similares para regular la gastronomía o la construcción, estas podrían dictarle a los restaurantes las recetas que deben seguir para preparar sus platos y a las constructoras podrían obligarlas a utilizar los planos que elabore la burocracia. Y no exageramos.
Por lo demás, dado que el Estado tiene poderes similares en todos los otros niveles educativos, ya sabemos qué se puede esperar de un sistema como este: una casi general estandarización de la mediocridad de la enseñanza y enormes barreras burocráticas para el desarrollo de esta actividad por parte del sector privado. Especialmente respecto a esto último es que el caso de los institutos superiores es elocuente. Hoy, ellos demoran tranquilamente más de dos años en obtener los permisos que se requieren para ofrecer una nueva carrera, se les exige condiciones de infraestructura ridículas (por ejemplo, para dictar cursos de informática se les regula al milímetro el espacio que debe ocupar cada computadora en un laboratorio como si no existieran las laptops, asumiendo además que se siguen utilizando máquinas similares a los enormes armatostes que se usaban en los ochenta) y se les obliga a dictar cursos que no tienen ninguna relación con los requerimientos del mercado laboral al que luego se enfrentarán los estudiantes. También sorprende de sobremanera que el oficialismo haya escogido este preciso momento para aprobar una de las leyes más intervencionistas de las que hemos visto en años. Y es que, paralelamente, el gobierno está intentando contrarrestar la desaceleración económica con un paquete que busca reducir las regulaciones absurdas y controlistas, asegurando haber tomado conciencia de que gran parte de la menor velocidad con la que estamos creciendo es responsabilidad de la absurda burocracia que empantana las actividades privadas. De hecho, la voluntad de comenzar a desburocratizar el Estado parecía realmente sincera, pues el Presidente ha estado dispuesto a enfrentar una fuerte oposición a la aprobación de dicho paquete por parte de sectores que no están de acuerdo con todas las medidas (especialmente las ambientales)
¿Cuál es el afán de deshacer con una mano lo que hace con la otra? ¿No que la excesiva burocracia era el origen de la desaceleración del crecimiento? ¿Por qué, entonces, la misma semana que el ministro Castilla sustenta su paquete de medidas para destrabar la economía, el oficialismo toma la decisión de aprobar una ley absolutamente controlista respecto a una de las actividades más importantes, la educación universitaria?
Más aún, si el ministro Ghezzi se ha embarcado en un ambicioso plan para lograr la diversificación de la economía que también incluye como componente central la eliminación de las facultades controlistas del Estado, que impiden el desarrollo de la inversión privada, ¿por qué dar simultáneamente un tremendo paso en el sentido contrario con una ley como esta?
Todo demuestra que, en la práctica, tenemos un oficialismo esquizofrénico, cuya brújula un día lo envía hacia el norte y al día siguiente hacia el sur. No sorprende que el avance del país empiece a perder velocidad si quien lo conduce se encuentra tan confundido respecto a qué dirección tomar. Y no extraña que los ciudadanos tengan tan poca confianza en el gobierno si a este le es tan fácil tomar acciones que contradicen frontalmente lo que predica.