Editorial: Somos libres, seámoslo a medias
Editorial: Somos libres, seámoslo a medias

El Estado y sus regulaciones, qué duda cabe, están plagados de contradicciones.Desde los sobrecostos y rigideces laborales de los que el propio Estado escapa a través de regímenes laborales exclusivos para sí como el CAS, hasta la paradoja de querer promover el cuidado del agua dulce pero a la vez prohibir la propiedad sobre ella que motivaría su buen uso, muchas normas aluden a un Estado en el que los objetivos son pensados independientemente de la manera de alcanzarlos consistentemente.

La reciente promulgación por insistencia del Congreso de la ley que permite a las personas mayores de 65 años retirar hasta el 95,5% de los fondos aportados al Sistema Privado de Pensiones se une a este grupo. Mirada de cerca, la lógica detrás de la iniciativa es ambigua, por decir lo menos.

Los parlamentarios han decidido mantener el pago obligatorio de casi 13% del salario bruto de todos los trabajadores formales al sistema de pensiones. Esa posición presume que los empleados peruanos no ahorrarían lo suficiente para su vejez por voluntad propia, de modo que el Estado –para protegerlos de su miopía y a la vez proteger a los contribuyentes de tener que subsidiarlos a través de programas sociales– debe forzarlos a ahorrar.

Las estadísticas más recientes disponibles del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), sin embargo, apuntan a que los afiliados y los no afiliados al sistema de pensiones ahorran casi el mismo porcentaje, sujeto a su nivel de ingresos. Es decir, a los peruanos nadie tiene que forzarlos a ahorrar. 

En cualquier caso, en el actual contexto de extendida informalidad laboral, no está de más mantener en perspectiva los riesgos reales para el universo de aportantes obligatorios de pasar a un esquema voluntario. Menos del 30% de los peruanos en edad de trabajar lo hacen formalmente y solo estos aportan al sistema de pensiones. Este grupo tiene ingresos que son, en promedio, 113% más altos que los ingresos de aquellos que no aportan por estar empleados al margen de la ley, y probablemente han podido ahorrar lo suficiente fuera del sistema de pensiones (por ejemplo, en un inmueble, en una cuenta bancaria o en un pequeño negocio) o cuentan con soportes familiares para no caer en la pobreza. Si lo que nos preocupa es la indigencia en la tercera edad, busquemos soluciones ahí donde esta se encuentra en abundancia: entre los que no pudieron acceder al sector formal.

En vista de la reciente ley, más curioso aún resulta el razonamiento de los parlamentarios sobre las competencias de las personas para administrar sus propios ingresos. Si es que desde el inicio de nuestra vida laboral y hasta los 64 años no somos lo suficientemente hábiles como para manejar pequeños flujos de ingresos, ¿qué les hace pensar que súbitamente a los 65 años seremos capaces de disponer adecuadamente de una suma mucho más considerable?

Aunque contradictoria en su concepción, la norma promulgada dota de mayores libertades a los ciudadanos para disponer de su patrimonio y eso por sí solo es encomiable. No obstante, ello no impide reconocer la incoherencia entre el principio de autonomía que justifica la ley aprobada y una decisión que se queda a mitad del camino. Resta un largo trecho por avanzar para dotar al sistema de mayor consistencia interna y –sobre todo– desterrar los mitos que se usan para justificar el recorte de la libertad de los individuos para disponer de los frutos de su esfuerzo.