Al margen de la discusión sobre los motivos y los responsables, para cualquier país es sumamente triste perder vidas en una confrontación. El daño es irreparable, y el costo para los seres queridos, incalculable. Por eso, cualquier esfuerzo de control del orden interno debe buscar siempre minimizar el daño físico y, sobre todo, las fatalidades.
Pero solo una visión maniquea y manipuladora puede pretender ignorar que también existen otros costos que las protestas de estas semanas imponen al resto de la sociedad peruana. Es perfectamente posible, de un lado, lamentar las muertes y demandar que sus circunstancias se esclarezcan y, del otro, señalar que los derechos al trabajo y al libre tránsito no pueden ser impunemente cercenados por turbas violentas en un Estado de derecho.
El día de ayer, por ejemplo, en este Diario publicamos la situación de Mónica Huerta y Rudy Bedoya, pareja de esposos dueños de La Nueva Palomino, una de las picanterías más reconocidas de Arequipa. Ellos indicaban que “está viniendo mucho menos gente por todos los problemas que hay en las carreteras y la falta de vuelos. Más o menos habrá disminuido entre un 50% y 60% la afluencia de turistas”. De acuerdo con el Banco Central de Reserva, las cancelaciones de reserva en el sector turístico implican un impacto de alrededor de US$100 millones al mes en el país. Asimismo, la Cámara de Comercio de Cusco estimaba que, solo en esa región, las pérdidas del sector ascendían a S/7 millones diarios.
No es solo el sector turístico. Miles de familias del sur del Perú que dependen de su trabajo en sectores como comercio, agricultura o transporte han tenido que ingeniárselas para sobrellevar estas semanas con ingresos reducidos o suprimidos. Muchos de estos pequeños empresarios venían recién levantando cabeza luego del golpe del COVID-19. ¿Quién les devuelve los ingresos perdidos de un hotel vacío, de un restaurante sin comensales o de una cosecha echada a perder?
Existe, pues, el derecho a la protesta pacífica; no existe el derecho a forzar la paralización de la actividad económica del resto de la población. Cuando se asienten las cifras económicas oficiales de diciembre del 2022 y enero del 2023 quedará más clara la extensión del daño ocasionado, pero es obvio que en regiones como Puno y Cusco las pérdidas serán cuantiosas. Y los más perjudicados, como siempre, son los más vulnerables, aquellos precisamente que los protestantes violentos alegan –falsamente– representar.
Buena parte del espectro político nacional ha normalizado que las protestas con las que simpatizan incluyan bloqueos de vías y ataques contra propiedad pública y privada. En el mejor de los casos, ven esto como un costo inevitable de las manifestaciones; un medio controversial para alcanzar un fin político superior, parecen razonar a media voz. “Es el descontento del pueblo expresándose”, sugieren. Esto es egoísta, cínico e irresponsable. Nadie tiene derecho a poner sus intereses por encima de los del resto y del orden legal, y menos a aún a arriesgar la integridad física de protestantes, fuerzas del orden y ciudadanos corrientes en el camino.
A fin de cuentas, los métodos violentos de protesta no son otra cosa que chantaje político bajo la amenaza de continuar haciendo daño al pueblo: malograr su infraestructura, cerrar sus carreteras, impedir su acceso a recursos, etc. Y nadie tiene derecho a eso.