Hasta hace pocos meses, el Perú no se percibía como un país ad portas de entrar en celebraciones históricas por sus 200 años de independencia. La pandemia del COVID-19, la crisis económica profunda, las tensiones entre el Legislativo y el Ejecutivo, entre otros asuntos gravitantes, habían secuestrado –comprensiblemente– la agenda. El país, así, no se había dado un respiro para reflexionar sobre sí mismo –sus logros, retos, errores y oportunidades– a propósito de su bicentenario.
El estallido de la crisis política cambió dramáticamente la situación. Los movimientos ciudadanos en protesta por el gobierno de Manuel Merino y la subsiguiente toma de mando del presidente Francisco Sagasti han revitalizado el interés por buscar un significado colectivo de país. Del caos y la tragedia que siguieron a la vacancia presidencial de Martín Vizcarra nace un Perú con nuevos bríos para examinarse, medir sus fuerzas y exigir cambios.
Si bien es difícil encapsular una narrativa que aún se encuentra en formación y desarrollo, las causas comunes giran alrededor de una mejor representatividad democrática, una política libre de corrupción, una nueva relación entre autoridades y ciudadanos, y un Estado justo, que respeta la institucionalidad y que pone al ciudadano al centro de sus decisiones. Los movimientos fueron en contra de la forma irresponsable del Congreso de vacar a un presidente y de un gobierno prepotente y represor, pero su implicancia ha ido mucho más allá y es hoy motivo de esperanza para encaminar modificaciones sustanciales en la manera en que se ha gobernado al Perú.
La tarea no será fácil. Según destacó ayer la historiadora Carmen McEvoy en una entrevista concedida a este Diario, este es un momento de viraje inesperado con gran energía vital, pero “también hay que tener sentido de la realidad y no tener esa inocencia de pensar que con las buenas maneras se va a desactivar una mafia que sigue conspirando”. A saber, el Perú no sufre solo una mafia, sino un cúmulo de intereses que complotan en su contra: políticos que se sirven del cargo y de sus partidos, burócratas ensimismados en sus parcelas de poder, empresarios de todo tamaño con intereses ilegítimos, criminales organizados y, en general, una amplia coalición de socios insospechados cuyo propósito común es que nada cambie.
Lamentablemente, la decadencia del sistema de partidos políticos explica que no pocos de estos intereses tóxicos se hayan filtrado hasta alcanzar las más altas esferas del poder público. El Congreso actual, en ocasiones, simula un mercado de prebendas, revanchas y repartijas en el que el ciudadano promedio llevará siempre las de perder. De ahí que la demanda por mejor representación política sea la base de las grandes reformas pendientes y que la calle hizo oír de forma clara. Si algo han enseñado estos últimos años, es que la calidad de la representación política es una condición necesaria para encauzar cualquier otro cambio en las condiciones de vida del país.
El Perú empieza a procesar su bicentenario, paradójicamente, como un país renovado. Sus generaciones jóvenes marcaron la ruta. Las generaciones mayores los observaron y siguieron con orgullo. Pero luego del ímpetu queda una enorme agenda de trabajo por hacer. El cambio no se logra únicamente con energía espontánea y discurso, sino con participación activa en la reconstrucción institucional, económica y moral del país –cada uno desde su frente–. El destino quiso que este momento de transición nos encuentre a pocos meses del bicentenario de la República, y la oportunidad no podría haber sido mejor.
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