Desde que empezó sus labores a mediados de marzo, cuando las crisis sanitaria y económica generadas por el COVID-19 en nuestro país se encontraban todavía en sus inicios, el Congreso ha parecido elegir el populismo como su principal herramienta de trabajo. Así, en un momento en que la prudencia y la responsabilidad deberían primar, se ha dispuesto a promulgar normas como la que permite el retiro del 25% de los fondos privados de pensiones o la que suspende unilateralmente el cobro de peajes durante el estado de emergencia. Además, en esa línea se han propuesto otras disposiciones que, de aprobarse, podrían aumentar la popularidad del Legislativo, pero a costa de los esfuerzos que el país tiene que hacer para reactivar su aparato productivo, como las que buscan regular los créditos y las tasas del sistema financiero.
El último ejemplo de este comportamiento es un proyecto de ley que la Comisión de Trabajo aprobó por unanimidad el martes pasado y que tiene como objetivo proteger “al trabajador frente a despidos” durante el estado de emergencia nacional y 30 días después. En concreto, la iniciativa planteada por el legislador Daniel Oseda, del Frepap, busca prohibir “toda terminación unilateral de contratos laborales” y obligar a los empleadores a renovar los contratos que se pudiesen haber vencido (y que se vencerán) durante el referido período.
Esta medida, que tendrá que ser puesta en la agenda del pleno del Congreso, se distingue muy peligrosa en el contexto actual, ya que en su afán de preservar puestos de trabajo por decreto, amenaza con lograr todo lo contrario en la realidad. Como se sabe, los ceses que se han producido (y que seguramente se producirán) responden a que las empresas han registrado severas caídas en sus ingresos a causa de las rígidas acciones adoptadas para frenar los contagios del COVID-19. Ello no les está permitiendo cubrir los costos que asumían antes de la crisis, por lo que han tenido que reducirlos para evitar quebrar. Esa situación ha incluido, lamentablemente, tener que, en el mejor de los casos, apelar a la suspensión perfecta de labores o, en el peor, despedir a empleados.
La propuesta del parlamentario Oseda, entonces, falla garrafalmente a la hora de diagnosticar el problema, dirigiendo su artillería a los despidos per se y no a la gravísima crisis económica que ha generado las circunstancias para que estos sean inevitables. De hecho, la medida devendría, irremediablemente, en una agudización de aquello que quiere solucionar: muchas empresas, en especial las más pequeñas, quebrarán antes de poder cumplir lo que la ley les exige y con ellas desaparecerán miles de puestos de trabajo.
El proyecto de ley, además, “reconoce” la utilización de medidas como la suspensión perfecta de labores, pero esta está lejos de ser una solución a largo plazo para muchas firmas. Es evidente que algunos negocios, tras el impacto del COVID-19, difícilmente podrán permanecer con planillas del mismo tamaño que las de antes.
Empero, el principal problema con esta iniciativa legislativa es la manera en la que inmiscuye al Estado en terrenos que no le competen. Las empresas, en especial en crisis como esta, tienen el derecho de administrar sus propias finanzas y de elegir qué contratos renuevan y cuáles no, en función de las necesidades que puedan tener. Por medio de una ley, forzarlos a lo contrario e incluso a dejar sin efecto el vencimiento de contratos previos se riñe con la Constitución.
Vedar los despidos y dejar de lado la crisis que los genera es tan absurdo como prohibir que los ciudadanos se enfermen y, por ello, pasar por alto el virus que los acecha. El remedio para el desempleo y para nuestros aprietos económicos, aunque les cueste reconocerlo a los legisladores, no reside en leyes absurdas, populistas e intervencionistas, sino en garantizar las condiciones de prudencia y responsabilidad macroeconómica para recuperar el crecimiento y generar más puestos de trabajo.