“Creo que hay que dejar la puerta abierta”. Con esa frase, el presidente de Ecuador anunció que contempla la posibilidad de presentar su candidatura a los comicios del 2017. Para ello, necesitaría lograr una modificación constitucional que elimine el artículo que prohíbe que el presidente ecuatoriano se reelija más de una vez consecutiva.
De atravesar Correa la puerta que hoy está dejando abierta, seríamos nuevamente testigos de un fenómeno que se está volviendo común en América Latina: los gobernantes definen y redefinen los límites que tienen las constituciones en vez de que, como debiera ser, sean las segundas las que definan los límites de los primeros.
La razón de ser de las constituciones es, justamente, limitar el poder de los representantes del pueblo para evitar que pongan en riesgo a la democracia. Con ese fin, establecen reglas como las que protegen la independencia del Poder Judicial o las que prohíben las reelecciones presidenciales. Pero en Ecuador, como en el resto de repúblicas bolivarianas, el presidente sabe que puede amoldar la constitución a su medida.
La actual constitución ecuatoriana, de hecho, fue diseñada por el mismo señor Correa para amoldarse a sus necesidades de ese momento. Mediante ella se aprobó una reelección presidencial inmediata con la finalidad de que el señor Correa se reeligiese en el 2013. Correa además, torciendo su propia Constitución, decidió que para estos fines su segundo mandato sería contado como el primero pues era el primero bajo la Constitución vigente (estrategia que también usaron Fujimori, Chávez y Morales). En su última elección, el mandatario ecuatoriano, tratando de aplacar las voces que con razón lo acusaban de haberse entornillado en el poder, declaró que “de acuerdo con la Constitución, [esta] sí [será la última elección]. Y si así no lo dijera la Constitución, yo igual, después de cuatro años, me voy a mi casa”. Pero ahora que su Constitución se ha convertido en un obstáculo para sus deseos, el señor Correa anuncia su intención de modificarla, cosa que no le será difícil, pues en Ecuador él controla al Parlamento, al Poder Judicial y ha ahogado a la prensa libre.
No nos confundamos. A la vez que el señor Correa entre por la puerta que hoy deja abierta, saldrá también por ella la esperanza de que en Ecuador se reestablezca una verdadera democracia.
EDITORIAL: Una mancha más al otorongo
Los casos Gagó y Uribe muestran que urge una reforma electoral
Una raya más al tigre. O, en este caso, una mancha más al otorongo. Así se percibe la reciente acusación de que el congresista Julio Gagó, a través de una empresa de fachada, estaría contratando con el Estado a pesar de que la ley prohíbe que un funcionario público como él realice esta actividad.
A este paso, para fines del gobierno, quizá habría que esperar que sean más los congresistas sobre cuya moralidad existen dudas que aquellos de moral incuestionable. El mes anterior se destapó el escándalo de la congresista Cenaida Uribe, a quien se acusa de haber utilizado su puesto para obtener beneficios particulares y de haber omitido declarar que tendría un conflicto de intereses por ser dueña de un colegio a la vez que forma parte de la Comisión de Educación del Parlamento. Meses antes, se conoció que el congresista Urtecho habría cometido diversos delitos, entre ellos apropiarse del sueldo de trabajadores de su despacho, encargar labores domésticas al personal del Congreso, apropiarse de una donación de sillas de ruedas y utilizar comprobantes de pago falsos para obtener reembolsos de gastos. Estos tres últimos casos, además, se suman a una nutrida lista de legisladores de cuestionable actuar. Por ejemplo, Omar Chehade, con el escándalo de Brujas de Cachiche; el aparentemente defensor de la minería ilegal Eulogio Amado Romero; el acusado de violación Walter Acha; el ‘robavoto’ Rubén Condori; Celia Anicama, la acusada de piratear señales de cable para revenderlas; Wilder Ruiz, Federico Pariona, Emiliano Apaza y Alejandro Yovera, quienes habrían mentido en sus hojas de vida; o Néstor Valqui, acusado de estar involucrado en proxenetismo.
El número de casos es tan grande que la sensación de que hay algo terriblemente mal en el sistema es innegable. Y, precisamente, una de las cosas que están mal es que el sistema electoral no facilita que los electores sancionen a los congresistas privándolos de su voto. En el Perú, los distritos electorales son grandes y en ellos se elige a múltiples candidatos, lo que dificulta que los candidatos con currículo cuestionable pasen desapercibidos, que sus contendores denuncien estos hechos, que los electores sepan quién es ‘su’ congresista y que los ciudadanos sepan a quién pueden pedir cuentas. Por ello, el Congreso debería impulsar una reforma en este sentido. O, por lo menos, los congresistas que aún formen su reserva moral.