Nuevo Perú (NP), la agrupación política que lidera Verónika Mendoza, adoptó hace tres días una decisión que marcará definitivamente su imagen y su destino: ir a las elecciones parlamentarias del 2020 en alianza con los partidos Perú Libre y Juntos por el Perú. NP, como se sabe, no cuenta en la actualidad con inscripción electoral, mientras que las otras dos organizaciones sí, por lo que todo sugiere que para el movimiento de la excandidata presidencial de izquierda esa ha sido una de las principales motivaciones del acuerdo.
Las coaliciones de este tipo, sin embargo, no solo suponen un aglutinamiento de capacidades organizativas y potenciales votantes: también las reputaciones y las performances políticas de las partes acaban fusionándose, porque es evidente que, antes de sellar el pacto, cada una de ellas ha evaluado a las otras y ha llegado a la conclusión de que reúnen los atributos necesarios como para formar con ellas un solo bloque. Se entienden compartidos entre los socios, en consecuencia, principios tanto ideológicos como éticos. Y es ahí donde NP parece haber cruzado un fatídico Rubicón, pues cada uno de sus novísimos compañeros de ruta representa, en diversos terrenos, exactamente lo contrario a lo que ellos venían predicando en torno a la corrupción y la discriminación de todo signo.
Por una parte, Perú Libre tiene como fundador y caudillo al gobernador regional de Junín, Vladimir Cerrón, condenado a cuatro años de cárcel por los delitos de negociación incompatible y aprovechamiento del cargo durante su pasada gestión (2011-2014), en el mismo puesto que hoy ostenta; y también reconocido autor de expresiones homófobas y antisemitas que, en otras circunstancias, habrían podido merecer una marcha de rechazo de parte de sus actuales aliados.
“Si la izquierda articula bien su unidad, enfrentará a los poderes judío-peruanos en las próximas elecciones generales con éxito”, escribió por ejemplo Cerrón en su cuenta de Twitter en enero de este año. Y no se sabe de intento alguno de deslinde al respecto de parte del resto de su organización.
De otro lado, Juntos por el Perú es el partido creado y liderado hasta hace días por Yehude Simon, quien ha sido señalado por Jorge Barata ante los fiscales peruanos como el receptor de un aporte de campaña de Odebrecht: una aseveración que tendrá que ser probada en los hechos, pero que por el momento lo pone bajo la misma duda moral que Keiko Fujimori u Ollanta Humala. Y si en el caso de ellos las dudas suscitadas por la presunta financiación de la corrupta constructora brasileña alcanzan también a sus partidos –Fuerza Popular y el Partido Nacionalista–, no se entiende por qué de pronto Juntos por el Perú (sucedáneo del Partido Humanista por el que Simon postuló al Gobierno Regional de Lambayeque) tendría que estar exonerado de similar consideración.
Máxime cuando la propia Verónika Mendoza afirmaba hace solo cinco meses: “Hoy no tenemos partidos, sino franquicias electorales financiadas por el aporte de grandes empresas como Odebrecht”. Ahora, no obstante, no parece hacerse problemas ante la eventualidad de convertirse en la subsidiaria de una de esas franquicias.
Ciertamente, la flagrante contradicción principista en la que ha incurrido NP al pactar con los ya mencionados partidos no ha pasado desapercibida para sus militantes. De los diez congresistas con los que contaba hasta hace poco, dos –Horacio Zeballos y Richard Arce– han renunciado a sus filas y tres –Indira Huilca, Marisa Glave y Tania Pariona– firmaron días atrás, junto a más de otros 80 integrantes del referido movimiento, un documento dirigido a los miembros de su consejo nacional en el que, entre otras cosas, decían: “Es inconsistente llamar a nuevos afiliados en base a los principios identitarios [sic] de NP cuando en la práctica avalamos discursos y posiciones diametralmente opuestos”.
No se sabe, empero, si estarán dispuestos a llevar esta demanda de coherencia hasta sus últimas consecuencias o se conformarán, al final, con el bochornoso arreglo por aquello de que, salvo la inscripción, todo es ilusión.