El 27 de setiembre del 2018, la entonces ministra del Ambiente, Fabiola Muñoz, firmó el Acuerdo de Escazú. Este convenio, que hasta ahora ha sido suscrito por 22 países, tiene como objetivo “garantizar la implementación plena y efectiva en América Latina y el Caribe de los derechos de acceso a la información ambiental, participación pública en los procesos de toma de decisiones ambientales y acceso a la justicia en asuntos ambientales” y requiere de once ratificaciones de los estados firmantes para entrar en vigor. Por el momento solo ha alcanzado nueve.
En lo que al Perú respecta, la decisión de ratificar este arreglo está en manos del Congreso y en las últimas semanas esta ha sido motivo de múltiples controversias. La circunstancia incluso ha supuesto diferentes puntos de vista al interior del Ejecutivo, entre el Ministerio del Ambiente, cuya otrora titular rubricó el acuerdo, y el Ministerio de Relaciones Exteriores.
En efecto, el canciller Mario López ha resaltado que, frente a la discusión nacional que se ha abierto, se hace necesario “seguir dialogando, conociendo los pros y los contras. No ratificarlo todavía, no hay un consenso”. Asimismo, en diálogo con este Diario, el diplomático y exministro de Relaciones Exteriores José Antonio García Belaunde expresó una perspectiva similar, al señalar que el Acuerdo de Escazú “merece una reflexión muy seria” y que incluso podría esperarse a que entre en vigor antes de tomar una decisión.
Habida cuenta de algunas de las implicancias del convenio, y las dudas que parecen haber surgido del mismo poder del Estado que lo firmó, el tratamiento prudente y reflexivo que proponen los profesionales citados tiene sentido. Es importante estudiar cuán necesario es que nuestro país se someta a obligaciones internacionales para tareas que, en gran medida, ya cumple como parte del marco jurídico existente. En el Perú, la ejecución de una actividad con efectos en el medio ambiente ya demanda el cumplimiento de una plétora de rigurosos requisitos, y nuestras normas y la Constitución ya garantizan la protección de los derechos ciudadanos en todo momento y sin excepciones. El compromiso en cuestión, por ejemplo, se propone garantizar el acceso libre a la información sobre asuntos ambientales, cuando en nuestro país hacerse de datos públicos ya está protegido por la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública.
Otro punto que ha suscitado controversias del tratado, y que merece ser analizado, involucra el derecho a la participación pública en la toma de decisiones ambientales. En concreto, obliga a que se adopten medidas “para asegurar que la participación del público sea posible desde etapas iniciales del proceso de toma de decisiones”, de manera que sus observaciones “sean debidamente consideradas y contribuyan a dichos procesos”. En suma, se trata de un mecanismo que, de acuerdo con García Belaunde “va más lejos” que el convenio de la OIT vinculado a la consulta previa, que se concentra en personas que pueden ser más directamente afectadas por el desarrollo de actividades o proyectos en ciertos territorios.
Dada la alta politización de gran parte de los proyectos de inversión que se llevan a cabo en nuestro país, convendría evaluar si esta obligación no supondría aún más oportunidades para que se trabe, como ya ocurre, la ejecución de iniciativas que han cumplido con todos los requisitos para operar o que se entorpezcan diálogos que deberían enfocarse en quienes puedan ser afectados de manera más evidente. La toma de estas decisiones y la evaluación de estas es, en fin, tarea de las instituciones públicas y estas deben garantizar cierto nivel de predictibilidad para todas las partes.
En este Diario creemos que el desarrollo sostenible es sumamente importante para la humanidad y que, con o sin tratados, el Estado debe impulsarlo de forma coherente y responsable. En esa línea, y por lo expuesto, será fundamental que nuestras autoridades juzguen de manera meticulosa y cuidadosa si el Acuerdo de Escazú suma verdaderamente a este esfuerzo antes de ratificarlo. Sin apuro.