A la fecha, el COVID-19 ha infectado a casi 80 millones de personas en el mundo y se ha cobrado la vida de 1,7 millones. El Perú, como sabemos, ha sido uno de los países más azotados por el virus, tanto en términos de vidas humanas como de impacto económico. Esta Navidad, por coincidencias de la vida, ha venido a caer en la misma semana en la que el Ministerio de Salud (Minsa) ha confirmado que pasamos el millón de contagiados (aunque portales como OpenCovid-Perú cifran la estadística en casi dos millones) y las 37.000 muertes. Y en este espacio creemos que la fecha es propicia para reflexionar sobre todo aquello que la pandemia se ha llevado, pero, también, sobre las invaluables enseñanzas que nos deja.
Por supuesto, ’37.000′ es una estadística que esconde demasiadas cosas. Detrás de cada número hay un proyecto de vida que se vio abruptamente cortado, una individualidad que no se puede resumir en un espacio tan corto y un vacío que, para miles de familias peruanas, es sencillamente imposible de llenar. Y aunque cada muerte es una tragedia, hay algunas que queremos subrayar hoy.
Ahí están, por ejemplo, los trabajadores de la salud que murieron a causa de un virus contra el que, desde el inicio, tuvieron que luchar en condiciones precarias, más con esfuerzo que con buen equipamiento. Según datos del Minsa, al 7 de setiembre el COVID-19 se había llevado a 385 trabajadores del sector salud (137 profesionales y técnicos en enfermería, 75 médicos, 117 técnicos y auxiliares, 16 conductores de ambulancia, entre otros). Una cifra más actualizada del Colegio Médico del Perú, sin embargo, indica que, a la fecha, han fallecido 255 médicos en el país por COVID-19.
Otro sector duramente golpeado fue el policial. El 6 de diciembre último, el presidente Francisco Sagasti informó que más de 32.000 efectivos se contagiaron de COVID-19 y que 516 de ellos fallecieron. La estadística subleva porque, como denunciamos varias veces en este Diario, en muchas ocasiones el personal policial tuvo que salir a las calles sin los implementos de bioseguridad adecuados (hubo denuncias de corrupción en las compras) y con un hospital policial pésimamente acondicionado.
Tampoco podemos dejar de mencionar a nuestros colegas de la prensa que, además del SARS-CoV-2, tuvieron que librar una batalla contra otro virus igual de ponzoñoso: el de la desinformación. Según el IPYS, al 1 de octubre, 92 periodistas habían muerto por COVID-19 en el país; 39 de ellos, además, se contagiaron mientras realizaban sus labores de cobertura.
Pero además de vacíos que duelen, esta pandemia nos viene dejando lecciones que no debemos olvidar.
Principalmente, de los trabajadores de la salud que desempeñaron una labor titánica, trajinando en turnos inacabables, alejados de sus seres queridos por miedo a contagiarlos y arrastrando, muchas veces, secuelas psicológicas y una carga emocional difícil de soportar para cualquiera.
Otra lección de la pandemia es el hito que supone para la humanidad haber creado, no una, sino varias vacunas en tiempo récord (cuando el proceso suele tomar décadas). Algo que se consiguió gracias a la cooperación en el mundo científico, al trabajo articulado entre el sector privado y el público, y a la predisposición de cientos de miles de voluntarios en todo el planeta para acudir a los ensayos tan pronto como eran requeridos.
Finalmente, nos resulta imposible cerrar este recuento sin mencionar a los adultos mayores, que fueron desproporcionadamente castigados por el virus y que, a lo largo del año, soportaron en silencio y sin rechinar un aislamiento que los separó de sus familiares (especialmente a los que vivían solos) y que los cargó de más restricciones que al resto de la ciudadanía.
Resiliencia, dedicación y aplomo, en fin, se expandieron tanto como el virus este año para contrarrestar o, cuando menos, paliar sus efectos. A todos esos héroes, a los que nunca podremos retribuirles todo lo que han hecho por nosotros, nuestra profunda admiración y gratitud.
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