“La proporción de gerentes que trabajan desde su hogar en muchos países en vías de desarrollo se ha incrementado a cifras que oscilan entre el 10% y el 20%, lo que apunta al teletrabajo como un fenómeno global”, dice la Unidad de Inteligencia de “The Economist”. Pero no son solo los gerentes: la tecnología ha hecho posible que hoy millones de personas en el mundo –de distintos sectores y con diversas responsabilidades– trabajen a distancia.
Además de ahorrar costos y tiempo de traslado desde la oficina y hacia ella, el teletrabajo permite que muchas personas con problemas de movilidad puedan sumarse a la fuerza laboral desde sus hogares. Asimismo, trabajadores que desean un mejor balance entre su vida familiar y su vida profesional –por ejemplo, padres o madres que en circunstancias tradicionales se ven obligados a decidir entre dedicar tiempo a criar a sus hijos o a trabajar lejos de casa– tienen la posibilidad de arreglar de manera más flexible sus horarios. La típica labor de oficina está en declive y quizá sea para mejor.
Menos, parece, en el Perú. En junio del 2013 se promulgó la Ley 30036, que regula el teletrabajo. Como sucede con otras regulaciones laborales, la norma parece haber sido pensada para ahogar potenciales nuevos puestos de trabajo antes que para cuidarlos o promoverlos. Y si bien por dos años la falta de reglamento hizo imposible que la ley sea aplicada, esta semana el ministro de Trabajo, Daniel Maurate, anunció que en los siguientes días se publicarían las disposiciones pendientes.
Entre los aspectos más curiosos de la norma, destaca la obligación de los empleadores de “compensar la totalidad de los gastos” cuando “el teletrabajador aporte sus propios equipos o elementos de trabajo”. El reglamento prepublicado por el ministerio no ofrece mayor detalle de esta impráctica disposición legal, pero presumimos que trata de forzar el pago de la tinta, el teléfono, la electricidad, el antivirus o la depreciación de la computadora en que se pudiese haber incurrido durante el trabajo en casa.
El reglamento prepublicado detalla, además, las copiosas especificaciones que el contrato de teletrabajo debe tener. Entre ellas, el lugar en el que estará el teletrabajador mientras cumple con su labor, el monto de compensación por el uso de sus equipos, su jornada y horario de trabajo, y el sistema de supervisión o de reporte usado. Además, de manera algo encriptada, el reglamento prepublicado dispone que las normas sobre salud y seguridad serán aplicadas “en lo que fuere pertinente”, lo que podría dar a pensar, por ejemplo, en eventuales visitas de la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (Sunafil) a los hogares para revisar la viabilidad de las rutas de escape. Es decir, un nivel de rigidez y control justamente opuesto a la flexibilidad que promete el trabajo a distancia.
Precisamente, lo medular de la ley –y lo que más daño puede hacer– es que otorga a los teletrabajadores “los mismos derechos y obligaciones establecidos para los trabajadores del régimen laboral de la actividad privada”. En otras palabras, todas las rigideces del régimen general de trabajo, con sus complicados mecanismos de contratación y despido, de tiempo libre preestablecido, de salario y horarios regulados, y de las demás restricciones que impiden la libre negociación entre empleado y empleador, serán trasladadas de la oficina a la casa.
Ante tamaño despropósito de la ley, es poco lo que el reglamento puede hacer. Sin embargo, sería un avance que el texto del ministerio evite poner mayores trabas y contribuir a ahogar aun más una interesante e inclusiva modalidad de trabajo que recién nace en el país. Lamentablemente, las perspectivas no son auspiciosas, pues el reglamento prepublicado parece haber sido redactado con el mismo afán restrictivo y controlista con el que se escribió la ley, aquel que intuye que los parámetros laborales dictados desde una oficina burocrática llevan a mejores resultados que la libre voluntad de trabajadores y empleadores.