La semana pasada se conoció que una asociación de empresas privadas había alcanzado un convenio con el Ministerio de Salud (Minsa) para traer el primer millón de vacunas de Sinopharm desde la capital china. El acuerdo busca que se agilice el traslado del primer paquete de la inmunización a nuestro país para que luego este pueda ser distribuido por el Minsa; un proceso que a inicios de mes, cuando fue anunciado, levantó cierta dosis de optimismo entre la ciudadanía, pero que, semanas después, parece no solo estancado, sino interminable.
Este episodio es uno de los que mejor grafica todo lo que el país puede ganar cuando el sector privado se compromete a dar una mano en la lucha contra el COVID-19. Un tópico sobre el que vale la pena reflexionar, especialmente en una coyuntura en la que el virus parece haber puesto nuevamente en aprietos la capacidad de repuesta del sector público y en medio de una campaña política en la que algunas voces intentan anatematizar al empresariado.
Pero el ejemplo de las vacunas no es el único. Desde que arreció la emergencia sanitaria, varias empresas han donado insumos vitales para combatir la enfermedad, como balones de oxígeno, equipos médicos, trajes especiales, plantas de oxígeno (alrededor de 30 en 14 regiones), cascos oxigenadores, pruebas de descarte del COVID-19 y hasta una unidad hospitalaria. También, servicios como la desinfección de calles, el traslado aéreo de personal médico contagiado, telefonía e Internet, becas de estudio y hasta bonos. Asimismo, han entregado artículos de limpieza, canastas con víveres, raciones de comida, botellas de agua y un largo etcétera.
Como explicó nuestro columnista Rolando Arellano en un artículo publicado a fines de diciembre, el apoyo de las empresas peruanas durante la pandemia ha sido “al menos cinco veces superior [al] de las empresas estadounidenses en su país”. Y la lista no parece que terminará allí. Ayer, por ejemplo, el presidente de un gremio empresarial anunció que donarán 1.000 respiradores de un solo uso, “que técnicamente son” –en sus palabras– “una cama UCI por respirador”.
Por supuesto que es necesario reconocer que en este quinquenio la imagen del sector privado se ha visto salpicada en nuestro país por el destape de sonados casos de corrupción en los que ciertas empresas tomaron parte o, cuando menos, atestiguaron, pero prefirieron girar la cabeza hacia un lado. De igual manera, por el silencio reprochable que varios gremios guardaron cuando la ciudadanía esperaba de ellos un pronunciamiento tajante en momentos difíciles para nuestra democracia. Pero sin negar lo anterior, también es necesario decir que dichas firmas deberán en su momento saldar cuentas con la justicia y que coger sus casos para, desde ahí, demonizar a todo el empresariado no solo es un error, sino también una iniquidad.
En esa línea, por ejemplo, rechazar por motivos ideológicos la posibilidad de que las empresas privadas puedan importar vacunas contra el coronavirus y aplicarlas en el territorio nacional, además de ser un acto mezquino, significaría dejar pasar una oportunidad invaluable para lograr pronto el piso de inmunización que necesitamos para salir del fondo. ¿No sería deseable que quienes puedan pagar por una dosis de vacuna lo hagan mientras el Estado se concentra en repartirla entre los ciudadanos que no puedan costearla y entre los que se encuentran en la primera línea de defensa contra el virus?
A estas alturas, con todos los muertos y el dolor que el país carga a sus espaldas, una segunda ola en ciernes y un panorama que se avizora angustioso para las próximas semanas, no quedan dudas de que la única manera de enfrentar esta emergencia es uniendo los esfuerzos de todos los sectores del país. Es tiempo de reconocer el aporte del sector privado cuando haya que reconocerlo, en lugar de solo satanizarlo.
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