Editorial El Comercio

Las renuncias de la ahora excanciller y del exembajador del Perú en Estados Unidos no son una anécdota. Por eso, la cadena de eventos que condujo a ese desenlace tiene que ser analizada y servir de escarmiento. No solo para evitar nuevas tensiones absurdas entre el Legislativo y el Ejecutivo, sino también para cambiar la pobre imagen que esto nos ha dado en el exterior. Porque los desatinos habrán sido domésticos, pero los bochornos, internacionales.

La causa directa de las renuncias ha sido, como se sabe, el hecho de que la anunciada reunión bilateral entre la presidenta y el mandatario estadounidense, , en Washington no se produjo. Solo hubo y una caminata por los corredores de la Casa Blanca que, por más visos de gran cordialidad que pueda haber tenido, no equivale a la cita protocolar que se había ofrecido. Los viajes de la jefa del Estado, sin embargo, estaban ya bajo una severa vigilancia del Congreso y de la ciudadanía por la frivolidad que parecía haber caracterizado los anteriores. La declaración de la emergencia en distintos lugares del país decretada y los encuentros de opinable relevancia con el presidente alemán (que en esa nación europea no es el jefe de Gobierno) y con el papa Francisco habían generado la sensación de que la gobernante partía en esas giras por motivos más turísticos que políticos. Al mismo tiempo, la demora en enviar a recoger a los peruanos varados en Israel cuando estalló el conflicto en Gaza había renovado las dudas sobre la posibilidad del ejercicio remoto del poder, que fueron la base de la discusión sobre la ley que le permitió a la mandataria salir del Perú a pesar de no tener un vicepresidente que quedase a cargo de su despacho.

Con esos problemas en mente, la presidenta declaró poco antes de embarcarse en este último viaje que “cada vez que uno sale fuera, no se va de paseo”, y que la reunión con su homólogo estadounidense era trascendental para “posicionar al país en la vitrina mundial”.

Cuando el encuentro no tuvo lugar, en consecuencia, un considerable número de parlamentarios , y las explicaciones provistas por la cancillería solo agravaron el cuadro. Decir, en efecto, que este no se llevó a cabo “con el protocolo que caracteriza las reuniones bilaterales porque los tiempos quedaron cortos” sonó a una excusa mal improvisada para lo que, a entender de muchos, había sido un engaño. Hay que anotar que existen también voces autorizadas que aseveran que el ánimo de embaucar se puede dar por descontado de parte de Relaciones Exteriores: con la experiencia que tienen, los funcionarios de ese sector no podían ignorar que una fabulación así terminaría volviéndose más temprano que tarde en su contra.

Sea como fuere, lo que resulta innegable es que existió aquí torpeza o negligencia. La hipotética cita bilateral nunca figuró en la agenda presidencial del mandatario estadounidense (a diferencia de otras que, como cabe suponer, sí tuvieron lugar) y sí en la de la presidenta Boluarte. Y esa era una alarma imposible de ignorar.

La incuria puede haber estado en los niveles intermedios, pero la responsabilidad, lógicamente, correspondía a los superiores. Y las renuncias que comentamos son la consecuencia esperable de esa circunstancia. En el camino, el Estado Peruano ha perdido a dos funcionarios capacitados para desempeñar eficazmente el rol que se les había confiado, y eso siempre es de lamentar. No obstante, lo más importante es que la experiencia haya sido aleccionadora. El reto de evitar que un despropósito así vuelva a ocurrir es, por supuesto, en parte del nuevo canciller . Pero, al final, quien tiene la autoridad determinante para sancionar si un viaje vale la pena es la propia presidenta Boluarte, y no la burocracia que la rodea o sus asesores. La responsabilidad de impedir la repetición de una vergüenza internacional como esta radica en ella.

Editorial de El Comercio