Editorial El Comercio

Con el vencimiento de los plazos de afiliación a los que quieran participar en las –requisito indispensable para quienes quieran postular a la presidencia en esos comicios–, las opciones que han de disputar primacías en ese proceso comienzan a definirse.

Como se sabe, hay 28 partidos ya inscritos y otros 19 están en la antesala de conseguirlo. Una aritmética simple, en consecuencia, revela que las planchas presidenciales podrían ser más de 40: una cifra descabellada que, por la dispersión del voto a la que conduce, nos condenaría seguramente a tener una segunda vuelta con dos competidores que en la primera no llegaron ni al 20% del respaldo ciudadano. Un gobierno surgido de una circunstancia así es, como la experiencia nos ha enseñado, débil. No solo porque el apoyo que recogió de primera intención entre la ciudadanía es magro, sino también porque la bancada que puede haber colocado en el Congreso en la primera ronda será muy probablemente minoritaria.

Ese cuadro debería inducir a las organizaciones serias a buscar , tanto para mejorar sus opciones en las urnas como para proyectar un gobierno viable si accediesen al poder. Lo razonable, sin embargo, no es, al parecer, lo primero que acude a la mente de quienes tienen aspiraciones de llegar a Palacio en dos años. Es frecuente escuchar hablar a los líderes de las colectividades políticas de la necesidad de entendimientos para el 2026, pero la mayoría de ellos da a entender al mismo tiempo que tales acuerdos tendrían que conceder un sitial muy relevante al candidato de su partido (es decir, a ellos mismos). Y no estamos hablando de un comportamiento exclusivo de la derecha, el centro o la izquierda, pues en todos los espacios del espectro ideológico es posible detectar idéntico afán de protagonismo.

En un informe publicado ayer en este Diario, hemos dado cuenta de unos cuantos esfuerzos por forjar ententes electorales de cara a nuestra próxima cita con las ánforas. El recientemente reinscrito Partido Popular Cristiano (PPC), por ejemplo, tiene conversaciones avanzadas con Avanza País y Libertad Popular, y está a la espera de definiciones de Renovación Popular. En los predios de esta organización, no obstante, Rafael López Aliaga ha dado ya señas claras de sus afanes por ser candidato presidencial, aun cuando eso supusiese abandonar sus responsabilidades como alcalde de Lima antes de tiempo.

Por otro lado, se sabe asimismo de intentos de arribar a acuerdos entre Alianza para el Progreso y Somos Perú, y entre Juntos por el Perú y el antaurismo encabezado por el exconvicto que arrastra sobre sus espaldas la culpa del asesinato de cuatro policías durante el ‘andahuaylazo’ del 2005. Algunos de esos empeños tienen sentido, pues buscan coaligar fuerzas ideológicamente afines; otros, en cambio, tienen todo el aspecto de ser solo arrejuntamientos por conveniencia; experimentos, en fin, que suelen enfrentar serias dificultades para llegar a buen puerto (como la Alianza Popular del Apra y el PPC el 2016) o disolverse terminado el trance electoral (como ocurrió con la bancada integrada por Perú Libre y los maestros castillistas en el presente período parlamentario).

El resto de partidos –Fuerza Popular, Apra, Acción Popular, las diversas izquierdas, etc.– daría la impresión de estar caminando hacia una aventura en solitario. Una más… El discurso que predomina en esas organizaciones para justificar tal actitud es el que predica que “hay sumas que restan”. Y lo cierto es que, en nuestra historia reciente, las aventuras que respaldan esa tesis abundan. Tal circunstancia, sin embargo, no debería precipitarnos a la conclusión de que los frentes entre partidos son una mala idea. Para labrar una opción electoral con probabilidades de triunfo y de ejercer luego un gobierno viable, lo que resulta no solo razonable sino necesario es que, superando apetitos personalistas, se produzcan entendimientos entre conglomerados afines en lo programático y lo ideológico. Es decir, sumas que sumen.


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