Esta semana, el Poder Ejecutivo promulgó la ley de enmienda constitucional que dispone el retorno a la bicameralidad. Como se recuerda, la iniciativa fue aprobada por el Congreso con 91 votos a favor en segunda votación a inicios de mes. Sin duda, esta reforma es la más significativa que ha tenido la Constitución Política de 1993 desde su puesta en vigencia. Supone la modificación de 53 artículos; cambios necesarios para hacer consecuente el texto. Si bien siempre quedan espacios por mejorar (y hemos abierto las páginas de Opinión de este Diario a voces opuestas al regreso del Senado), creemos que los beneficios de contar con una segunda cámara superan los costos.
Aun así, sea donde fuera que uno se ubique en el debate sobre la idoneidad del sistema bicameral o sobre la forma en que han quedado redactadas sus funciones, lo que no se puede afirmar es que los cambios introducidos configuran una “nueva Constitución”, como engañosamente se está intentando difundir desde ciertos espacios.
En primer lugar, la gran mayoría de modificaciones se han efectuado para tener un documento constitucional consecuente con la presencia de un Senado. Sus atribuciones legislativas, su operación interna, su relación con la Cámara de Diputados y con el Ejecutivo, su sistema de elección de miembros, entre otros varios puntos, deben estar contenidos en diversos artículos constitucionales. De ahí el alto número de artículos modificados.
En segundo lugar, lo que ha cambiado es la forma de uno de los poderes del Estado, pero las características básicas de la Constitución en asuntos relacionados con derechos y deberes ciudadanos, el rol del Estado, la promoción de la economía social de mercado y todo el resto siguen vigentes. Es cierto que ha sido una cirugía constitucional mayor –eso es innegable–, pero de ninguna forma se trata de una nueva Constitución, máxime cuando las disposiciones básicas se mantienen incólumes.
Finalmente, vale mencionar que la reforma se ha conseguido siguiendo estrictamente las disposiciones de modificación que contempla la propia Constitución. No es, pues, una ruptura del orden legal, ni tampoco es tarea fácil encontrar los dos tercios de votos que requieren, en dos legislaturas consecutivas, para sancionar las nuevas disposiciones. Si el Congreso es popular en las encuestas de opinión ciudadana o no, nunca ha sido ni debe ser un criterio para cuestionar su capacidad de actuar bajo los atributos que le concede la ley y la Constitución. Quienes sugieren lo contrario persiguen una agenda política más que una de legítima defensa del Estado de derecho.
Por supuesto, el sistema bicameral, por sí solo, no solucionará los problemas centrales de nuestra democracia representativa. Un Senado compuesto por personajes de perfiles similares a los congresistas que se ha visto desfilar por la Comisión de Ética Parlamentaria en los últimos años sería mucho más perjudicial que beneficioso. En un Congreso que se ha venido desprestigiando con los años, los partidos políticos tienen ahora una nueva oportunidad para atraer a personas competentes y probas a trabajar en una cámara que nace sin la pesada mochila del sistema unicameral.
En cualquier caso, la presencia del Senado impondrá verdaderos retos y oportunidades que corren el riesgo de perderse de vista si la discusión se enfoca, como sugieren algunos, en denunciar que se trata de una nueva Constitución. No debería dejar de llamar la atención que, de hecho, suelen ser estas mismas personas quienes promovieron activamente una asamblea constituyente en años anteriores. La conclusión inevitable es que, desde su punto de vista, una nueva Constitución es buena, pero solo si es la que ellos quieren.