En los últimos días, un coro cada vez más numeroso de autoridades peruanas se han referido al plan Bukele y a la necesidad de reproducirlo en nuestro país como una supuesta solución para el sofocante clima de inseguridad ciudadana que atravesamos. El elenco incluye, entre otros, al presidente del Poder Judicial, Javier Arévalo, al jefe del Gabinete, Alberto Otárola, al congresista fujimorista Hernando Guerra García y a los alcaldes Rafael López Aliaga (Lima), Hernán Sifuentes (San Martín de Porres), Felipe Castillo (Los Olivos) y Luis Pantoja (Cusco). Todos –palabras más, palabras menos– han afirmado que se pueden importar a nuestro país ciertos elementos de la estrategia del mandatario salvadoreño que ha conseguido reducir la tasa de homicidios del país centroamericano –históricamente asolado por las pandillas– de 103 a 2 por cada 100.000 habitantes, según las cifras oficiales.
La realidad, sin embargo, es que Nayib Bukele no es un ejemplo a seguir. No, al menos, para quienes consideramos que la democracia y las libertades no pueden ser pisoteadas en aras de ningún objetivo, por más loable que este sea.
Como sabe cualquier persona mínimamente informada sobre la situación de El Salvador, en un primer momento lo que ahora muchos denominan entusiastamente como el plan Bukele consistió en una política de pactos bajo la mesa con la Mara Salvatrucha y el Barrio 18 –las dos pandillas más grandes del país– para darles beneficios penitenciarios a sus líderes presos y no extraditarlos a Estados Unidos a cambio de que sus integrantes redujeran los homicidios.
Estos acuerdos fracasaron estruendosamente en marzo del 2022 (en una jornada sangrienta en la que las maras asesinaron a más de 60 personas a modo de represalia) y, en su lugar, Bukele ordenó un estado de excepción que en el último año y medio ha detenido a cerca de 71.000 personas, de las que, según el propio Gobierno Salvadoreño ha reconocido, alrededor de 6.000 eran inocentes. Las denuncias de personas detenidas arbitrariamente son múltiples, así como también de aquellas que murieron bajo custodia de las autoridades (la ONG local Socorro Jurídico cifra en 180 el total de fallecidos, más de la mitad de ellos por golpes y falta de atención médica).
Estos abusos son posibles porque en el país centroamericano no existen contrapesos para el régimen. El bukelismo, que controla ampliamente el Legislativo, ha logrado sacar al fiscal general que intentó investigar los pactos entre el gobierno y las pandillas y reemplazarlo por un magistrado afín, ha cambiado a todos los integrantes de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia que en un inicio pusieron trabas a algunas de las políticas gubernamentales, ha impulsado una legislación para jubilar a casi un tercio de los jueces del país y viene utilizando su poder para acosar y acallar a la prensa crítica, como hace con el medio de investigación “El Faro”.
Los funcionarios peruanos que piden un plan Bukele para nuestro país, en el mejor de los casos, ignoran lo que en realidad están proponiendo o, en el peor, lo hacen a sabiendas buscando arañar algunos puntos de popularidad entre sus electores instrumentalizando la demanda legítima de los ciudadanos por mayor seguridad.
Lo que necesita el país en estos momentos es que quienes tienen capacidad de decisión impulsen un plan integral, coordinado entre los diferentes niveles de gobierno y que pueda aplicarse bajo los linderos que traza la democracia. Un plan que debería liderar la presidenta Dina Boluarte y que, a diferencia de lo que ocurre en otras latitudes, tome en cuenta que en el Perú tenemos problemas como el narcotráfico, la presencia de bandas extranjeras en múltiples regiones, extorsión, sicariato, estafas, en un contexto más amplio de informalidad, corrupción y precaria institucionalidad.
Precisamos, en fin, que nuestras autoridades aborden esta urgencia ciudadana por mayor seguridad de manera responsable. Para ello fue, justamente, que las elegimos. No para que, de manera efectista, anuncien con reproducir total o parcialmente modelos que en apariencia pueden lucir tentadores, pero que en el fondo comprometen la democracia y las libertades de todos.