Con más de once años de vigencia, la Alianza del Pacífico (AP) –compuesta por México, Colombia, el Perú y Chile– ha sido una herramienta poderosa para la integración económica de los países que la conforman. Al mismo tiempo, ha sido una iniciativa que ha captado el interés de múltiples e importantes economías, como Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Singapur, que buscan estrechar vínculos con la entente.
La AP, en fin, no es poca cosa. Para julio del 2018 esta representaba el 36% del PBI de América Latina y el Caribe y el 57% de su flujo comercial. Y los protocolos y acuerdos alcanzados en su seno han facilitado el comercio y la colaboración entre sus miembros.
Desde que se creó en el 2011 por iniciativa del gobierno de Alan García, la relación entre los miembros de la AP se ha caracterizado por la coordinación, por el respeto escrupuloso de los procesos democráticos de cada país y por tener los intereses de los ciudadanos como eje central de las discusiones. Principios que, en los últimos meses, algunos jefes de Estado que participan de la AP se han esmerado en petardear por puro antojo ideológico.
Este ha sido el caso, por ejemplo, del presidente de Colombia, Gustavo Petro, que desde que Pedro Castillo quiso perpetrar un golpe de Estado en el Perú ha elegido ponerse del lado de este último y desconocer la presidencia de Dina Boluarte. Pero el más pasmoso y lamentable caso es el del mandatario mexicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), el más reciente presidente pro témpore de la AP que se ha negado a cederle el puesto que le corresponde ahora a Dina Boluarte alegando que el gobierno que ella encabeza es “espurio”.
“Voy a dar instrucciones al secretario de Relaciones Exteriores para que notifique a los miembros del Grupo de Río a ver qué hacemos, porque yo no quiero entregar a un gobierno que considero espurio”, afirmó AMLO ayer en una conferencia de prensa. Asimismo, insistió en el cuento de que Pedro Castillo fue víctima de “un golpe de Estado técnico, ilegal, arbitrario y antidemocrático”.
Como se sabe, no es la primera vez que el líder mexicano expone una versión mentirosa y antojadiza de lo que viene ocurriendo en nuestro país desde que Castillo trató de destruir nuestra democracia. No olvidemos que México se apuró en ofrecerle cobijo al dictador en su embajada y le otorgó el asilo a su familia. Sin embargo, que ahora AMLO pretenda esgrimir como arma política la entrega de la presidencia de la AP supone nuevos niveles de desfachatez y de desinterés general por una institución que, hasta hace poco, había funcionado bien y traído cuantiosos beneficios para sus miembros.
Por otro lado, no se entiende muy bien a qué se refiere con que va a consultar con el “Grupo de Río” sus próximos pasos, habida cuenta de que ese foro dejó de existir hace más de 10 años para dar paso a la Celac. Quizás él no se ha enterado...
Está claro, además, que la preocupación por la democracia expresada por AMLO es postiza y harto susceptible a sus preferencias políticas. Solo así se explica que, mientras acusa al gobierno de Boluarte de “espurio”, se anima a premiar, en la misma semana, al dictador de Cuba Miguel Díaz-Canel con la Orden Mexicana del Águila Azteca, la distinción más alta que se le puede dar a un extranjero en ese país. Una condecoración que ha sido materia de repudio en el país norteamericano precisamente por la manera en la que Díaz-Canel, legatario de quienes en los últimos 50 años han convertido Cuba en un páramo del que miles han preferido arriesgar la vida huyendo, ha seguido aplastando cualquier gesto de diferencia contra la satrapía que encabeza en los últimos años.
Hoy, AMLO, en nombre de sus anteojeras ideológicas y de su filiación con el tirano más breve que ha tenido nuestro país, ha decidido capturar la presidencia pro témpore de la AP. Un acto adolescente que parece impropio de un jefe de Estado, pero que, tomando en cuenta de quién viene, no debería de sorprendernos. El continente toma nota.