Editorial El Comercio

Minutos después de las 2 p.m. de ayer, un vuelo chárter proveniente de los Estados Unidos aterrizó en el Grupo Aéreo 8 de la capital. En su interior venían 150 deportados, pero solo uno acaparó la atención de las cámaras. Se trata de el dueño de la famosa casa del pasaje de Breña, que fue una especie de centro de poder durante el del expresidente allí acudían ministros, congresistas, funcionarios y hasta lobbistas que representaban a concesionarias beneficiadas con jugosos contratos con el Estado.

Sánchez, como se recuerda, tiene una orden de prisión preventiva de 30 meses dictada por el Poder Judicial en noviembre del 2022 y ratificada en segunda instancia cuatro meses después. Sin embargo, él ha permanecido prófugo durante más de un año y medio; la mayor parte de este tiempo, recluido en un centro de detención en Texas, adonde llegó luego de que las autoridades estadounidenses lo detuvieran por intentar ingresar al país norteamericano de manera irregular desde México. Desde entonces, Sánchez trató de frustrar su regreso a nuestro país por todos los caminos posibles (hubo quien temió que con él se repitieran los largos plazos que vivimos con la extradición del expresidente Alejandro Toledo precisamente desde el mismo destino), pero no lo consiguió. Afortunadamente, porque su puesta a disposición de las autoridades peruanas representa un hito importante en la lucha contra la corrupción (y la impunidad) del gobierno anterior.

Por si se ha olvidado ya, vale recordar que Sánchez no desempeñó un papel marginal durante la administración de Pedro Castillo. De hecho, según la tesis fiscal, su vinculación con el hoy ocupante del penal de Barbadillo empezó desde la campaña, cuando el candidato de accedió contra todo pronóstico a la segunda vuelta. Según el Ministerio Público, en ese momento se formó un equipo conformado por Nenil Medina (exalcalde de Anguía), Abel Cabrera (empresario de Chota), Juan Silva Villegas (exministro de Transportes y Comunicaciones) y el propio Sánchez, que se encargaron de financiar al candidato y darle soporte logístico para sus actividades proselitistas.

En palabras de un colaborador eficaz, Sánchez habría aportado más de medio millón de soles para la campaña previa a la segunda vuelta del 2021 que no habrían sido declarados ni bancarizados. Además de ello, habría cubierto gastos de Castillo y sus familiares en Lima, y los habría acogido en su casa de Breña. Este apoyo les habría otorgado a Sánchez y a sus coinvestigados un poder enorme al inicio del gobierno de Perú Libre para poder nombrar (o hacerse nombrar en) cargos importantes, a fin de orientar licitaciones que les permitiesen recuperar su inversión con creces.

Así, Sánchez habría tenido injerencia, por ejemplo, en las designaciones de Geiner Alvarado y de Salatiel Marrufo en el Ministerio de Vivienda (el primero como ministro y el segundo como jefe del gabinete de asesores), así como en la confección del decreto de urgencia 102 que permitió financiar una serie de obras en ciertas regiones con la finalidad de obtener una tajada por cada una de ellas. Según la fiscalía, Sánchez habría tenido la responsabilidad de captar a los alcaldes de diferentes localidades del país con la promesa de que sus proyectos serían incluidos en el mentado decreto para que sean financiados.

Su llegada al Perú es entonces un paso importante para desentrañar toda la red de corrupción que floreció en el gobierno de Pedro Castillo y que muchos de quienes fueron sus seguidores, aliados y colaborades continúan negando hasta hoy, pese a las evidencias. Pero ello no debe hacernos perder de vista que todavía existe otro prófugo que debe enfrentar a la justicia (hablamos de Juan Silva) y otro al que nadie parece querer buscar (Vladimir Cerrón). Ni que, mientras estos dos no sean capturados, el rompecabezas de la corrupción castillista seguirá incompleto.

Editorial de El Comercio