Santiago Pedraglio

La muerte de obliga a efectuar un apretado balance sobre su gestión: fue elegido democráticamente en 1990, aplicó un programa distinto al que prometió, redujo drásticamente la hiperinflación heredada del gobierno anterior, dio un golpe de en 1992 y capturó a Abimael Guzmán gracias –en particular– al Grupo Especial de Inteligencia (GEIN) de la Policía Nacional.

Su gobierno propinó golpes contundentes contra Sendero Luminoso y el MRTA, y promovió delitos como las matanzas de La Cantuta y Barrios Altos. Recuperó la residencia del embajador de Japón de las manos del MRTA y firmó la paz definitiva con Ecuador. Simultáneamente, la corrupción se extendió desde el Ejecutivo, se hizo sistémica y, con ello, se debilitó nuevamente la legitimidad del Estado.

El gobierno de Fujimori quebró la independencia de poderes al capturar el Poder Judicial, el Ministerio Público y el Jurado Nacional de Elecciones (JNE). La inolvidable “interpretación auténtica” –un ardid que le permitió postular por tercera vez a la presidencia– es un recuerdo entre muchos otros de ese período. Mediante la captura de la mayoría de los medios de comunicación, neutralizó la oposición mediática y acosó a sus adversarios políticos. Las Fuerzas Armadas fueron instrumentalizadas mediante la sujeción de altos mandos militares, con el entonces jefe del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), Vladimiro Montesinos, cumpliendo un papel central en el gobierno.

Es crucial resaltar el papel del fujimorismo en el debilitamiento institucional tanto del Estado como de la sociedad peruana. Puede no ser el rasgo más sombrío de su gestión, pero es uno de los que más han afectado la vida del país. Durante los 90, la informalidad –acelerada por la hiperinflación previa– se consolidó como un modo permanente de supervivencia para millones de peruanos. El individualismo extremo se afianzó como estrategia de vida y la “yuca” –es decir, manipular o burlarse de las normas– se convalidó como práctica habitual de la acción política. Otra vez, desde el poder central, la figura del más “vivo” se hizo moral pública para muchos.

Difícilmente habrá un acuerdo entre quienes ven como principal legado político de Fujimori la economía encauzada y la victoria contra Sendero Luminoso y el MRTA, y aquellos que consideran que es mayor el peso de la violación de los derechos humanos, la corrupción generalizada, la personalización del poder y la perversa convicción de que el poder es un asunto de “viveza”. Sin embargo, no cabe duda de que seguir justificando lo segundo porque permitió lo primero es definitivamente insano y perjudicial para el país.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Santiago Pedraglio es sociólogo