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Diego Macera

El Perú es un país que, cuando no tiene problemas económicos graves, se los inventa.

En cierto sentido, el Perú es en realidad un país privilegiado. Otras naciones enfrentan hoy una coyuntura económica que les impide emprender las reformas que necesitan o avanzar más rápido. Argentina lidia con una crisis de deuda permanente e inflación alta. El gobierno del presidente Macri no tiene demasiado margen de acción. Brasil tiene también alta deuda, una economía que no termina de salir de la recesión del 2015 y 2016, y un sistema de pensiones que desangra al sector público. En Ecuador, el gobierno prometió “medidas de austeridad” para “reactivar la economía del país”, ante el desmanejo de la administración anterior. Otros países de la región batallan con un tipo de cambio mucho más volátil que el peruano, lo que les agrega incertidumbre, o han agotado sus fuentes de crecimiento tradicional.

Nada de esto es el caso del Perú. Con una situación macroeconómica envidiable –gracias al buen trabajo del BCRP y del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF)–, el país tiene espacio fiscal de sobra para cerrar brechas de infraestructura urgentes, mejorar la calidad de vida de la población y dinamizar la economía. Mucho más importante aun, el sector privado está en la capacidad de invertir y sacar adelante proyectos en varios sectores –a lo largo y ancho de todo el país– que generan empleo y reducen pobreza. Ya quisieran otros países de la región tener el potencial que el Perú ostenta en turismo, industria forestal, pesca, agroexportación, minería, y mucho más.

¿Por qué, entonces, si no tenemos mayores ataduras para despegar, seguimos anclados en un mediocre crecimiento de entre 3% y 4% del PBI? La respuesta es tan alentadora como deprimente: porque nosotros mismos nos disparamos al pie. Los problemas que enfrentamos son de coordinación, de gestión, de orden, de diálogo público-privado y público-público. En otras palabras, a diferencia de otros países, las condiciones que nos limitan dependen casi exclusivamente de nosotros y son solucionables.

Algunos ejemplos. La línea 2 del metro de Lima –un proyecto de más de US$5.000 millones y que aliviaría parte del tráfico que succiona horas de vida de todos los ciudadanos de la capital– se tardará, en el mejor de los casos, diez años desde que se firmó el contrato. La expansión del aeropuerto Jorge Chávez –con un solo terminal absolutamente colapsado– también ha tardado casi una década en siquiera iniciar. La reconstrucción de norte, con un presupuesto de casi 3,5% del PBI, no llega al 30% de avance tras dos años y medio de las lluvias. Por no mencionar la brecha en colegios, comisarías, carreteras, etc. ¿Acaso un problema económico profundo ha impedido que se ejecute el presupuesto? ¿Medidas de austeridad por emergencia, crisis cambiaria? ¿Es que el Estado no tiene recursos para avanzar? Si fuese así, se entendería la demora. Pero no, las razones son tremendamente pedestres: expropiación de terrenos, descoordinación entre niveles de gobierno, etc. No hay excusa.

En terreno privado las cosas no van mucho mejor. Debería ser motivo de escándalo, por ejemplo, la demora y posible suspensión del proyecto minero Tía María, a pesar de haber este cumplido con todos los requisitos sociales, técnicos, ambientales y económicos. Las burocracias municipales –no todas, pero demasiadas– pueden ser la principal barrera para levantar un nuevo centro comercial o expandir una red de servicio público. La disfuncionalidad tributaria y laboral, sazonadas con ruido político innecesario, mantienen alejados a inversionistas que en otras circunstancias apostarían por el Perú. Todo ello solucionable, pero sin solucionar. El Perú se ahoga en su propio vaso de agua.

La buena noticia es que, básicamente, es cuestión de ponernos de acuerdo y sacar lo más elemental adelante. El potencial está; las amarraduras externas que agobian a otros, no. La mala noticia, en este contexto, es que depende de que nos pongamos de acuerdo.