El otro día Evo Morales, refiriéndose a su partido, el MAS, dijo: “Si no son masistas, entonces son fascistas”. Para los regímenes autoritarios, se ha vuelto popular tildar a sus opositores de fascistas. Es así que el Kremlin denunció de nazis a los ucranianos que se manifestaron en contra del gobierno títere que tenían y que hicieron caer en febrero; y es así que Nicolás Maduro llama a los opositores de su gobierno que por meses han estado llenando las calles de Venezuela.
Hay que tener una definición de fascista bien flexible para aplicarla a la mitad o la mayoría de las poblaciones de esos pueblos. Pero como dice Juan Claudio Lechín: “El término ‘fascismo’ se banaliza al convertirse en insulto […] La banalización benefició a los verdaderos fascistas”. Ya en 1944, George Orwell observó que “la palabra ‘fascismo’ carece casi totalmente de sentido”, pues comúnmente se usa en forma de lisura.
Aun así, vale la pena ser un poco más riguroso y poder reconocer el fascismo y sus variantes. En lo económico, el fascismo permite la propiedad privada, pero la somete a un control dominante para servir a los fines establecidos por el Estado. Cuando no se nacionaliza, la propiedad es privada en forma nominal solamente. Así como el comunismo, el objetivo es ejercer un control totalitario.
Las dos ideologías tienen en común el rechazo a los derechos y libertades individuales. Según Sheldon Richman, el antagonismo que tiene el fascismo con el comunismo se ha debido históricamente a que consideraba al comunismo como rival en la lucha por la lealtad política del pueblo.
Es innegable que varios países latinoamericanos exhiben características clásicas del fascismo. El desprecio al proceso democrático y al mercado libre, el afán de “refundar” al país y el culto del caudillo carismático que hace todo lo que puede para perpetuarse en el poder lo hemos visto en Bolivia, Venezuela, Ecuador y, en buena medida, Nicaragua, donde el ex socialista Daniel Ortega se ha convertido en el nuevo Somoza.
La intolerancia hacia opiniones distintas también caracteriza tales regímenes. No sorprende que, fuera de Cuba, la lista de países donde el oficialismo más amenaza a la prensa incluye a Venezuela, Ecuador y la Argentina de los peronistas, cuyo partido fue fundado sobre las ideas de Mussolini y cuyo país nunca ha podido superar del todo ese legado. Otros rasgos de los regímenes fascistas son el corporativismo, el nacionalismo económico, un papel militar creciente, y hasta conductas y posturas bélicas con los países vecinos.
Tal como fue el caso durante el período de entreguerras, las tendencias fascistas de hoy surgen sobre la base de resentimientos históricos y un pobre desempeño económico. Las crisis económicas de los 90 y de la década pasada, por ejemplo, abrieron las puertas a que un Putin se apodere de Rusia y que el populismo regrese a Argentina. La economía y democracia enferma venezolana hicieron lo mismo en el caso de Hugo Chávez.
Sin duda, la variante fascista más potente en el mundo hoy es la de Rusia. La semana pasada Mitchell Orenstein documentó en “Foreign Affairs” evidencias de cómo el Kremlin financia partidos de extrema derecha por toda Europa –como por ejemplo en Hungría, Francia, Grecia y Bulgaria– que han surgido en estos años de un mediocre desempeño económico. Pueden figurar como nunca antes en las elecciones del Parlamento europeo en mayo. Si Putin quisiera complicar la geopolítica todavía más, no podemos descartar la posibilidad de que refuerce su relación con, y apoyo a, el régimen venezolano. A pesar de lo destructivo que el fascismo siempre es, por ahora sigue vivo.