José Carlos Requena

La crisis abierta por la llamada operación Valkiria V –que involucra a la mismísima fiscal de la Nación, Patricia Benavides– hizo que se instalara, sobre todo en las primeras horas, una sensación profunda de colapso. Contribuyeron con ello el despliegue mediático y el silencio prolongado de la mayor parte del liderazgo político, sobre todo en el sector en el que se sostiene el pacto tácito de permanencia hasta el 2026.

No era para menos: con la precaria estabilidad a la que se aferra el Ejecutivo liderado por la presidenta Dina Boluarte, un golpe de esa naturaleza podría tener algún efecto terminal. Una situación similar a la de un resfrío en un enfermo terminal.

Pero, al menos hasta el cierre de esta columna, el desenlace más probable sigue siendo el de una prolongación de la modorra: un Ejecutivo con poco margen para la iniciativa y un Legislativo que se contenta con ello, con el telón de fondo de una acción penal del Estado –que lidera la fiscalía– en severo y justificado cuestionamiento. Ello a pesar de que muchos observadores informados creen que la salida menos costosa es el adelanto de los comicios.

¿Qué factores contribuyen a que el statu quo se mantenga? Por un lado, la frialdad –al menos inicial– de la calle. Si bien se han dado algunas manifestaciones frente a la Junta Nacional de Justicia, estas no han alcanzado algún nivel considerable ni han trascendido los linderos capitalinos.

En segundo término, el comportamiento de los actores políticos, aunque tardío, no ha sido marcadamente torpe ni ha significado algún movimiento que los comprometa. La excepción puede ser la reacción de Benavides, la tarde del lunes 27, cuando anunció la presentación de la acusación a Boluarte y a su primer ministro Alberto Otárola, además de otros funcionarios. Pero ello no tendría por qué comprometer, al menos en lo inmediato, al liderazgo político principal.

Dichos aspectos (la presión social en las calles y la torpeza en los actores políticos) fueron determinantes al menos en los tres últimos colapsos que el país tuvo. Calle: en el 2020, Manuel Merino mostrándose incapaz de controlar las protestas. Torpeza: en el 2018, los aliados de Pedro Pablo Kuczynski tratando de librarlo del segundo intento de vacancia que enfrentaba y exponiéndose ante su adversario político; y, en el 2022, un desesperado Pedro Castillo apurando un golpe de Estado, ante las crecientes revelaciones de corrupción.

¿Garantiza esta perdurabilidad momentánea la permanencia del Ejecutivo y el Legislativo hasta el 2026? Es muy temprano para asegurarlo. Debe decirse, eso sí, que el panorama ha cambiado respecto de la semana pasada. Hoy la vulnerabilidad, sobre todo la de Boluarte, es mayor. No se ve, además, ninguna voluntad para cambiar el libreto que hasta ahora ha desarrollado.

El Congreso, por su parte, tiene cierta ventaja al ser el cauce natural por el que debe discurrir cualquier solución, aun si la crisis se complica significativamente. Es, como se sabe, un Parlamento con muchísimos pasivos y, en consecuencia, vulnerabilidades. Pero nuestro diseño constitucional le brinda, guste o no, un rol fundamental para desatar cualquier entuerto.

Por ahora, el Congreso arrastra varios de los pasivos que tiene el Ejecutivo, debido a la percepción de cogobierno que existe. Pero los estímulos para continuar con esta dinámica difícilmente se mantengan, si se considera que muchos de los actuales congresistas podrían aspirar a un eventual Senado. En dichas circunstancias, cargar los pesos del vecino no necesariamente será una apuesta que quiera sostenerse.

En suma, el peso de lo sucedido desde el lunes, que no es menor, parece más un ensayo y un reacomodo de fuerzas –con la fiscalía prolongando su rol vital– que un momento terminal. Por ahora, un simulacro de tensión.

José Carlos Requena es analista político y socio de la consultora Público

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