Sin liderazgos, por Carlos Adrianzén
Sin liderazgos, por Carlos Adrianzén
Carlos Adrianzén

Desde hace varias décadas, la evidencia del crecimiento económico global nos muestra nítidamente una lección: son las ideas económicas aplicadas y no la dotación de recursos naturales los factores que hacen la diferencia entre el éxito y el fracaso. De hecho, existe una marcada evidencia a favor de los gobiernos que consolidan regímenes respetuosos de la libertad económica (con defensa de la estabilidad, profundización de los mercados competitivos, elevada apertura e instituciones modernas). En cambio, la evidencia en el largo plazo de las naciones que apuestan por una burocracia intervencionista y reguladora adornada por una retórica protectora de recursos resulta tan clara como desfavorable.

Con esta perspectiva, América Latina consolida una fuente casi inagotable de subdesarrollo. Las ideas que mantenemos –con moderados aunque altisonantes cambios de intensidad y de retórica– resultan deplorables. En la región muchos hemos sido amamantados desde la escuela con ideas económicas erradas. 

Se nos ha hecho creer que somos ricos (cuando lo que producimos por habitante raspa un décimo de lo que produce hoy un habitante de un país rico). Creyéndonos ricos, nos han vendido la pócima de que nuestro problema central sería uno de mala distribución de la riqueza. Lamentable, aunque previsiblemente, a los gobiernos redistributivos les va de perros. No solo bloquean el crecimiento, sino que como sucede en todo gobierno ‘dirigista’ con instituciones intervencionistas e hiperreguladoras, la economía y la corrupción explosionan. Y con ello emerge oportunamente la otra prescripción de la izquierda económica sudamericana: la corrupción, además, de los gobernantes. 

Idea tan ilusa y distractora como la anterior, porque el ingreso promedio sigue siendo bajo. Aunque despidiésemos a toda la burocracia y contratásemos ángeles del cielo, el ingreso nacional promedio seguiría siendo el de un país que no se acercó ni un poco a los estándares del desarrollo posibles en su momento. Aunque nuestros ingresos son de una nación pobre, nos creemos ricos y nos cuentan que vivimos como pobres por culpa de los ricos y los burócratas. 

Nótese aquí que la receta prevaleciente del crecimiento con equidad –como comparten el eufórico , la convaleciente , la simpática señora , el folclórico Evo y el apagado – genera en el largo plazo fenómenos acumulativos de frustración en medio de etapas de euforia autocomplaciente (pues los logros económicos obtenidos con reformas de mercado a medias son magros y frágiles) frente a ciclos superpuestos de populismo y de subsecuente corrección parcial (siempre haciendo gala de miopía).

La clave de esta historia muerde: en América Latina nadie se ha desarrollado, nunca. Mientras los asiáticos saltaron en términos de crecimiento y desarrollo económico manteniendo la estabilidad, la apertura al capital y el comercio consolidando mercados locales mucho más competitivos, las naciones latinoamericanas se estancaron. Lo sugestivo aquí es que despreciemos la realidad. Que en Lima, Caracas o Santiago, el grueso de nuestra gente y de nuestros líderes –a pesar de la abrumadora evidencia empírica disponible– se ha educado en la creencia de que somos muy ricos, y que nuestro atraso se explica por una mala distribución de la riqueza y por la alta corrupción de nuestros gobiernos.