No es ninguna sorpresa que William Nordhaus, de la Universidad de Yale, haya ganado el Premio Nobel (a medias con Paul Romer, de la Universidad de Nueva York). Nordhaus ha sido el pionero en el análisis económico del cambio climático. La cuestión central, decía en 1977, en una de sus primeras publicaciones sobre el tema, es cuánto daño causarán los cambios previsibles en el clima y hasta qué punto queremos evitarlos. Incorporar el cálculo de costos y beneficios es, además de una contribución científica, un servicio importante a la humanidad.
Piense usted en las emisiones de dióxido de carbono, que son la causa principal del calentamiento global. Limitar su crecimiento trae beneficios, pero también implica costos. Nordhaus calculó que limitar las emisiones al triple del nivel que tenían en 1970 habría costado unos 140.000 millones de dólares, a precios de hoy. Un estándar más estricto que limitara las emisiones a nada más que el doble del nivel de 1970 habría costado 400.000 millones. La diferencia no es trivial. No se trata simplemente de hacer que “las empresas que contaminan” paguen. Esos costos significan que hay que recurrir a fuentes menos eficientes de energía y descontinuar la producción de cosas que la gente, para bien o para mal, valora.
Nada de esto, por supuesto, es un descubrimiento de Nordhaus. Lo que le ha valido el reconocimiento de la Academia Sueca es la construcción de modelos matemáticos que integran los procesos físicos y químicos con los económicos; dicho de otra manera, sistemas de ecuaciones que describen la emisión y la circulación de las partículas, sus efectos sobre las temperaturas, los de las temperaturas sobre las actividades económicas y finalmente los de estas sobre nuevas emisiones de partículas. Este tipo de modelos, llamados integrated assessment models (IAM) o modelos de evaluación integral, son los que usan organizaciones como el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático para proyectar los impactos a largo plazo de las políticas ambientales.
Toda proyección está naturalmente sujeta a incertidumbre (especialmente si versa sobre el futuro, como dice un viejo chiste). Pero, usando sus mejores estimados, Nordhaus pronostica que un impuesto a las emisiones de dióxido de carbono equivalente a unos 10 dólares por barril de petróleo resultaría en un ligero aumento de las emisiones de aquí al 2050 y luego una reducción de un 60% hacia el 2100, con un aumento de la temperatura media del planeta de tres grados centígrados. En un escenario alternativo, las emisiones caen drásticamente y se reducen prácticamente a cero en los próximos veinte años, con un aumento de solamente dos grados centígrados, pero con un impuesto casi diez veces mayor.
Ese escenario alternativo no es una fantasía, lamentablemente. Sale de la famosísima Stern Review, un informe sobre el cambio climático elaborado por otro economista, Nicholas Stern, a pedido del gobierno británico. La diferencia fundamental está en el peso que cada uno le da al bienestar de las futuras generaciones, un aspecto importante del problema porque las emisiones de carbono se quedan en la atmósfera durante siglos. No hay una respuesta intrínsecamente correcta. Pero si hemos llegado a este punto en el debate, es gracias a que alguien como Nordhaus encontró una manera de hacer las sumas y las restas.